Editorial

El abrazo de Dios a la humanidad

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La humanidad está de luto. El coronavirus está dejando tras de sí un reguero de muerte que no cesa. Un duelo global que dibuja un contexto especialmente cruel desde el punto de vista afectivo.



Las medidas de aislamiento para evitar más contagios y la ausencia de material de protección ante la irrupción inimaginable de la pandemia, ha provocado que la mayoría de los fallecidos por coronavirus muera en soledad, tanto en los hospitales como en sus hogares.

Tan solo pueden ser acompañados por el equipo sanitario que les atiende y que, a duras penas, puede ayudar en el tránsito hacia un buen morir, más allá de los cuidados paliativos.

Además, sus familiares y amigos no han podido estar junto a ellos en la agonía y, en muchos casos, tampoco han podido ser informados de su evolución ante el colapso sanitario. Solo saben que un día se despidieron de sus abuelos, padres, hermanos e hijos porque ingresaban en las urgencias de un hospital y, horas o días después, reciben una llamada para comunicarles que han muerto.

Sin velatorios ni funerales

La tragedia se acrecienta ante la prohibición de velatorios y funerales. Y en los entierros se limita la presencia a un grupo muy reducido, al que se les impide el contacto, tan necesario en estas circunstancias.

La capacidad de sacerdotes y terapeutas también se ve limitada. Por eso se han multiplicado las iniciativas para salvar las barreras físicas con la atención telefónica, la celebración de exequias a través de las plataformas digitales y las innumerables cadenas de oración y gestos de solidaridad expresados en redes sociales, que reflejan el luto de todo un pueblo.

Desde una plaza de San Pedro vacía, convertida en otro Calvario, el Papa compartió su sufrimiento a través de un mensaje urbi et orbi para la historia. A los pies del Crucificado y de su Madre dolorosa, Francisco ofreció el abrazo del Padre a un mundo entristecido justo cuando la afectividad está en cuarentena: “Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios”. Ante una desgracia global, un consuelo compartido con “la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza”.

La Iglesia llora con todos y cada uno, y no dejará de hacerlo pasado mañana, cuando esto acabe. Las heridas abiertas hoy en el corazón tienen difícil cicatrización y requerirán de una cura a medio y largo plazo. Será más necesario que nunca reforzar el acompañamiento psicológico y espiritual en las parroquias, en las residencias, en los colegios y demás obras apostólicas.

Será el tiempo de los apóstoles de la escucha y de los sembradores de vida, pero sobre todo, de los expertos en hacer llegar el abrazo del Dios de la Vida y Padre de la Misericordia.

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