La Santa Sede ha prohibido a todos sus organismos invertir en aquellos sectores donde no se garantice que priman los criterios éticos, sociales y medioambientales. O lo que es lo mismo, cualquier operación financiera del Vaticano se hará de acuerdo con los valores evangélicos.
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Esta medida se enmarca en el goteo de iniciativas de transparencia que capitanea el prefecto de la Secretaría de la Economía, el jesuita Juan Antonio Guerrero, y que viene implementando desde hace dos años y medio para acabar con cualquier tipo de corruptela en el seno de la Iglesia.
En este camino plagado de minas que intentó despejar el cardenal George Pell, resultan indispensables –tal y como promueve la nueva norma– mecanismos auditores que verifiquen cualquier toma de decisión para evitar posibles engaños y prevenir delitos de prevaricación, cohecho, malversación o tráfico de influencias.
Porque la tentación de quedarse con lo recaudado en el cepillo ni mucho menos es un juego de niños, es un pecado que ha vaciado las arcas vaticanas y ha minado la credibilidad eclesial y –por encima de todo y sin demagogias– un robo a los pobres, a quienes pertenece todo lo donado.