Ocho décadas después de que el hermano Roger sembrara la semilla de Taizé, la comunidad ecuménica sigue revelándose como una intermediaria discreta y eficaz entre los jóvenes y Dios. Así se ha puesto de manifiesto en el Encuentro Europeo de Madrid. La lección de estos millennials que han cambiado el desenfreno y consumo de las fiestas por la reflexión y la meditación, es un signo en medio del mundo y para la Iglesia, por su dinamismo y su ecumenismo naturales.
Taizé no busca que los jóvenes que participan de sus foros generen estructuras paralelas a la manera de un movimiento laical, sino que vuelvan a sus parroquias para ser fermento transformador. Fue la invitación reiterada por el hermano Alois cuando les instó a aterrizar la paz y la hospitalidad con gestos realistas que permitan acoger al migrante, acabar con la brecha entre ricos y pobres y promover el cuidado de la casa común. En el día después de Taizé, que es hoy, solo falta que estos jóvenes hallen en sus parroquias la reciprocidad para hacerlos realidad, para que no se apague su ilusión ni se vean obligados a encauzarla en otros espacios donde sí están dispuestos a explotar su potencial.