El atentado en dos mezquitas de Nueva Zelanda el 15 de marzo se ha cobrado la vida de cincuenta personas. Un suceso que ha dado la vuelta al mundo y que ha disparado, una vez más, las alarmas en torno a una creciente islamofobia. El caldo de cultivo alimentado por el yihadismo está ahí y se cuece a través del auge de populismos y nacionalismos. A la vista está que, de alguna manera, están calando las promesas mesiánicas que de un plumazo identifican lo mismo migración con criminalidad, que islam con terrorismo, o directamente vuelcan todos estos elementos dentro de un mismo saco para fabricar un discurso fácil de comprar en un tiempo de inseguridades, donde el miedo a lo desconocido hace ver en el otro una amenaza.
Con estas claves, resulta sencillo comprender que el Papa haya priorizado el diálogo interreligioso, en su agenda, como atestigua su presencia en Egipto, Emiratos Árabes o Marruecos, para establecer puentes y respaldar el camino que transita el islam más moderado, tolerante y abierto. El hecho religioso no es el problema a erradicar, sino la solución para acabar con todo fundamentalismo que, precisamente, busca apropiarse de la religión.