Durante tres días, Madrid se ha convertido en la capital mundial de la paz gracias al empeño de la Comunidad de Sant’Egidio y al cardenal arzobispo Carlos Osoro. Hasta 400 personalidades del ámbito civil, universitario y religioso procecedentes de 97 países han reflexionado sobre la urgencia de incrementar todos los esfuerzos para acometer acciones que permitan salvar al planeta de la actual guerra mundial por fascículos, tal y como la denomina el papa Francisco. Junto a ellos, también se ha acogido el testimonio en primera persona de víctimas de violencia y de aquellos que han ejercido de mediadores para promover la reconciliación en distintas partes del globo.
No ha sido este un encuentro en el que se hayan acumulado buenas voluntades o en el que se haya abordado la paz en abstracto desde un ideal utópico. Es más, no solo se han abordado los conflictos armados reconocidos como tal, sino todos aquellos contextos en los que los derechos humanos son vulnerados y la dignidad del hombre pisoteada, poniendo en riesgo el statu quo internacional, pero que, además, condenan en el día a día a millones de personas a la pobreza y la esclavitud. Frente al terrorismo internacional, el rearme nuclear, el capitalismo sin límites, la economía del descarte, el preocupante populismo, el nacionalismo y la xenofobia creciente, resulta apremiante proponer una globalización alternativa sin remiendos, donde la persona esté en el centro, esto es, que esté edificada desde un humanismo espiritual.
Entre todas estas alarmas, dos problemas acuciantes se plantearon en todas las mesas de debate: la cuestión migratoria y el cuidado de la casa común. Es ahí donde el diálogo interreligioso puede ejercer como motor indiscutible que lleve a una fraternidad global, donde la Iglesia está llamada a abanderar su mejor servicio a la humanidad doliente. Que cristianos, judíos, musulmanes y budistas se unan en una sola voz para cooperar en aras de los excluidos, es la mayor aportación que pueden hacer quienes tienen a Dios como guía. Esta apuesta común no es buenismo ni una fachada, pero tampoco sincretismo. Sí es un ejercicio convencido de estar haciendo la voluntad de Aquel que, en todos y cada uno de los credos, se hace llamar Paz.
Corresponde a los líderes religiosos convertirse en abanderados ante los organismos internacionales, los Estados y los empresarios, pero, sobre todo, en acicates para que aquellos a quienes pastorean no se pierdan con cantos de sirena. Solo así se podrá hacer realidad el grito unánime que se lanzó en el manifiesto final del encuentro: “¡No nos escondamos detrás de un muro de indiferencia! Dios no quiere la separación entre hermanos. Dios no quiere guerra”.