El repunte de los contagios en España ha llevado algunos a señalar con el dedo al colectivo de los temporeros como foco de transmisión, por las condiciones de insalubridad y hacinamiento de los migrantes que trabajan y viven en el campo. Dar por sentada esta tesis, cuando también se dispersa el virus en otros espacios laborales y familiares, lleva a culpabilizar sin argumentos de peso a los más vulnerables. No menos llamativo resulta que se someta a test serológicos a todos los extranjeros que llegan en patera a la costa y no a los miles de turistas que aterrizan por vía área.
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De ahí que no sea baladí la denuncia del obispo de Lleida, Salvador Giménez, que alerta del peligro de estigmatizar al migrante sin recursos, un síntoma de esa aporofobia latente que ya se vincula a la pandemia. Mantener la distancia social en el trabajo, acceder a una vivienda digna que permita el aislamiento en caso de contagio y tener una mascarilla es algo más que un privilegio para quien no tiene papeles y lucha por la supervivencia a cambio de un jornal. Cualquier vulneración de la dignidad es inadmisible, y la comunidad cristiana no puede pasarlo por alto.