Editorial

El nuncio curtido que ha de venir

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El nuncio en España, Renzo Fratini, se ha jubilado. Después de diez años de servicio, el diplomático se ha despedido con una serie de entrevistas que le han situado en el punto de mira. Sus reflexiones sobre la exhumación de Franco han generado una desorbitada reacción en Moncloa, al considerarlas una injerencia interna, a pesar de que el propio Fratini ha reiterado en Vida Nueva la neutralidad de la Iglesia en el asunto. Aun así, la vicepresidenta Carmen Calvo ha impulsado una queja formal al Vaticano. Con este sobresalto concluye la etapa Fratini, que se había caracterizado por desempeñar un papel discreto, que se había tachado de falta de iniciativa.



Ahora, la pelota está en el tejado de Santa Marta y de la Secretaría de Estado, que en estas semanas se afanan en hacer una cuidada criba de candidatos para estar al frente de la nunciatura española. Una selección final que exige especial mimo, teniendo en cuenta el peculiar contexto sociopolítico que atraviesa el país. Por un lado, una sociedad con el humanismo cristiano diluido en el secularismo. Por otro, y de la mano, el empeño del Gobierno socialista en dibujar a la Iglesia como opositora política y enemiga del progreso, a golpe de exabruptos tales como las recientes amenazas sobre la fiscalidad.

De ahí la necesidad de que el embajador que escoja la Santa Sede sea capaz de contemplar la realidad española con la distancia suficiente como para no caer en la tentación de enfrascarse en cuestiones de corto recorrido y bombo mediático. Sobre todo, urge un hombre que sepa discernir qué asuntos merece la pena abordar, siempre desde la mutua colaboración, en tanto que sean verdaderamente vitales por afectar a la misión evangelizadora de la Iglesia al servicio del bien común, como garante de la dignidad de la persona e impulsora de la sociedad de los cuidados. Todo, dentro del marco de la aconfesionalidad del Estado y esa laicidad positiva que reconoce y aprecia el hecho religioso.

Por eso resulta relevante que el nuncio sea especialmente curtido en mil batallas, que le permitan aterrizar en Madrid con el decálogo formulado por Francisco a los diplomáticos, no solo integrado, sino trabajado. La capacidad negociadora y dialogante del futuro embajador y su impronta personal serán vitales para primar la mutua colaboración ante los vaivenes partidistas, pero también para hacerse valer ante las presiones de la propia Iglesia local, para poder escoger a quienes están llamados a pastorear a la comunidad cristiana de este país. A la vista está que la elección del nuncio, lejos de ser una cuestión baladí, se revela como una decisión vital para esbozar cómo será la Iglesia española en unos años cruciales.

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