El Papa tiene un “plan para resucitar”. Expresado así, se podría pensar en un programa estratégico lanzado por una multinacional para reactivar su actividad con una detallada dotación de recursos humanos y materiales. Pero no es el caso. A Francisco le preocupa el fondo, cómo se fundamentará ‘el día después’ a la pandemia del COVID-19.
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Lo hace a través de una meditación enraizada en este tiempo pascual que el Obispo de Roma regala a los lectores de Vida Nueva, a la Iglesia y a la sociedad. Un documento inédito que publica esta revista que, durante más de seis décadas, ha entendido el periodismo como servicio, voz de anuncio y denuncia, desde el soplo siempre audaz del Espíritu.
Francisco no es un CEO ni un gurú. En su reflexión no se deja llevar por un pensamiento práctico, que busque rédito inmediato en un balance de cuentas, pero tampoco se pierde en vaguedades utópicas con efecto placebo. Es un pastor que acompaña delante, al lado y detrás a una grey desconcertada.
Desde ahí, busca arrojar algo de luz en medio de tanta oscuridad. Francisco plantea una alternativa al virus del miedo, desde el Dios de la Vida, capaz de hacer renacer la esperanza cuando todo se da por perdido. Con estos parámetros, avista el horizonte con la suficiente perspectiva como para poner las bases de reconstrucción de un planeta que ya llegó herido a esta hecatombe.
Un empeño que atañe a todos
Sin pretender dar lecciones, Jorge Mario Bergolio lanza sugerencias y advertencias tan incómodas y provocativas, tan cargadas de sentido común y fruto de la libertad, como el propio Evangelio. Frente a la globalización de la indiferencia y de esta economía que mata, el Papa lanza una propuesta en la que nadie queda fuera: la civilización del amor, edificada a golpe de los “anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad”.
Un empeño comunitario que atañe a todos. La opinión pública, la comunidad internacional, los Estados y las empresas no se presentan como entes abstractos a los que echarles la culpa de lo sucedido o en quien descargar la responsabilidad del ‘pasado mañana’. La sociedad se reconstruye con los ladrillos que cada uno decide aportar, para edificar un puente o un muro.
Con el fin del confinamiento, cada ciudadano –y, con más razón, cada cristiano– se erige en corresponsable de esta misión compartida, para tomar el relevo de los héroes anónimos que están en primera línea de batalla. El mejor homenaje para ellos, y la mejor manera de reivindicar la memoria de los que ya no están, pasa por asumir cómo puedo yo transformar el mundo.
El pueblo, protagonista del despertar
No tiene sentido perder el tiempo en recriminar, condenar o dejarse llevar por esos “discursos integristas”. Solo arrimando el hombro será posible “volver a sentirnos artífices de una historia común”. Francisco reivindica el pueblo, no como algo etéreo, sino como el actor protagonista de este necesario despertar.
Solo desde ahí será posible avanzar en este plan que arrastra demasiadas asignaturas pendientes, como el salario mínimo universal, la condonación de la deuda externa, el respaldo a los pactos por las migraciones, los acuerdos sobre el cambio climático…
Resucitar pasa por espabilar, por sumar, por redoblar esfuerzos a una, con la misma energía del aplauso vespertino. El cristiano lo vivirá desde la caridad y el no creyente lo llamará solidaridad, pero solo dará fruto desde una alianza que supere reglas caducas y las categorías público-privado, civil-religioso…
El plan de Dios
Nadie puede actuar ya como un “lobo solitario”, rascando la letra pequeña de sus legítimos derechos sobre el papel, cuando la dignidad de los últimos se desangra a borbotones.
Francisco tiene un plan que no se ha sacado de la chistera. Simplemente traduce al lenguaje y al contexto actual los sueños de Otro. Es Dios el autor de este planazo de salvación para todos, que pasa por hacer realidad las bienaventuranzas, por construir un reino de fraternidad. “Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a la humanidad entera”. Amén.