El 11 de octubre se cumplieron 60 años del inicio del Concilio Vaticano II, una convocatoria cargada de incertidumbre que acabó convirtiéndose en un aggiornamento fraguado durante tres años. Una acogida sin interferencias al viento fresco del Espíritu Santo para que la Iglesia se sumergiera en el mundo, con el fin de responder a su misión evangelizadora acorde con los signos de los tiempos. No como un ente ajeno enjuiciador, separado por un cordón sanitario por temor a contagiarse de las heridas de la humanidad, sino dispuesta a embarrarse para abrazar, acompañar y sanar al estilo del Buen Pastor.
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Esa apertura de par en par a las sorpresas de Dios de Juan XXIII y, más tarde, de Pablo VI se limitó a una rendija por las resistencias acomodaticias, querencias nostálgicas y reinterpretaciones aceleradas, o dicho de otro modo, por el miedo y desconcierto propios ante cualquier ingente renovación. Esta tensión interna se está haciendo especialmente visible a medida que avanza el pontificado de Francisco.
Él mismo lo reconocía en la celebración de la efeméride: “Cuántas veces se prefirió ser ‘hinchas del propio grupo’ más que servidores de todos, progresistas y conservadores antes que hermanos y hermanas, ‘de derecha’ o ‘de izquierda’, más que de Jesús; erigirse como ‘custodios de la verdad’ o ‘solistas de la novedad’, en vez de reconocerse hijos humildes y agradecidos de la santa Madre Iglesia”.
Consciente de los riesgos que conlleva la polarización y de la necesidad de apostar por una conversión personal y pastoral, el Pontífice argentino retoma el encargo conciliar sin renunciar a la comunión en la diversidad con la puesta en marcha de procesos que materialicen la encomienda primigenia de Gaudium et spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son, a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”. Es ahí donde se enmarca su proyecto de sinodalidad, que aterriza el sensus fidei de Lumen gentium: “El Pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo”.
Sin estancarse en las tradiciones
Así pues, aterrizar hoy el Vaticano II requiere de una implicación de toda la comunidad creyente, sin que nadie quede excluido, sin acelerar el paso, pero tampoco retrocediendo. De lo contrario, no solo se daría la espalda al magisterio conciliar, sino que se estaría desafiando a la Providencia misma.
El horizonte lo vislumbra Francisco: “Hermanos, hermanas, volvamos al Concilio, que ha redescubierto el río vivo de la Tradición sin estancarse en las tradiciones; que ha reencontrado la fuente del amor no para quedarse en el monte, sino para que la Iglesia baje al valle y sea canal de misericordia para todos”.