La Conferencia Episcopal Española celebra en marzo su Asamblea Plenaria, centrada en elegir nuevo presidente. Concluyen dos trienios en los que el carácter conciliador del cardenal Ricardo Blázquez ha permitido afrontar con serenidad un tiempo convulso en el exterior y con fricciones mitrales internas.
El arzobispo de Valladolid ha pilotado un proceso de transición episcopal de un modelo presidencialista, a otro colegiado, de un estilo de confrontación, a la dialéctica del encuentro con la clase política, de la comunión, entendida como adhesión unívoca, hacia la pluralidad.
Este trabajo callado, por la propia impronta de Blázquez, se ha traducido en un perfil bajo como alternativa al discurso altisonante anterior. Un impás necesario para aglutinar sensibilidades diferentes que parecen acrecentarse a medida que las reformas papales exigen mover ficha. Así se han puesto de manifiesto en lo cotidiano a la hora de abordar materias como la pastoral familiar, la Doctrina Social, las relaciones con las administraciones…
Ahora está en manos de los obispos volver atrás o apostar por un pastor que otorgue el impulso renovador necesario, garantizando el equilibrio de bloques mitrales. La desconexión con el día a día de la ciudadanía y la lenta recepción del pontificado exigen sellar el cambio de ciclo desde un liderazgo con la audacia del Espíritu, que sepa mirar por encima de la inmediatez para ejercer el servicio con responsabilidad de futuro.
No basta alguien que resuelva con un golpe sobre la mesa los ataques efectistas que llegan de fuera, sino un misionero que, sin renunciar a su credo, sepa negociar con el diferente.
Presencia social y mediática
Esto exige someterse a la palestra de la opinión pública con una presencia mediática icónica, aun con la cruz de desgaste que conlleva, pero sabedor de la relevancia de su servicio como altavoz del Evangelio. Se suele remarcar que el presidente del Episcopado tiene un campo de acción limitado sobre las diócesis y resto de entidades eclesiales.
Se justifica incluso cuando en el pasado se arrogaba una presión y control sin límite. La proyección social y mediática del ‘jefe de los obispos’, hable de lo que hable, para bien y para mal, convierte su presencia –o ausencia– en el principal referente de toda la Iglesia ante la sociedad.
Visto así, abruma y puede parecer que se dibuja un ideal que ya quisiera una multinacional. La Iglesia no necesita un CEO, pero sí un hombre de Dios, garante de la misericordia y la caridad, con dotes de gestión y negociación evangélicas, que sepa trabajar en equipo, o lo que es lo mismo, acompañar delante, al lado y detrás a este Pueblo de Dios que está dispuesto a vivir en salida y no atrapado en un cuartel de invierno, ni doctrinal ni patrimonial. El presidente de todos y para todos. Dentro y fuera.