La iniciativa de Francisco de incorporar a tres mujeres como miembros permanentes en la Congregación para los Obispos supone algo más que la ruptura de un techo de cristal. Este salto histórico significa un cambio de cultura que materializa esa sinodalidad en las estructuras eclesiales de la que tanto se habla, y contando –como no se había hecho hasta ahora– con la mitad del Pueblo de Dios.
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No cabe duda de que su presencia aporta una pluralidad enriquecedora, intrínseca a la impronta femenina y a su idea de liderazgo. Además, constituye un filtro de independencia en un proceso de selección con fugas de calidad. Sobre todo, porque ellas no aspiran a mitra alguna, lo que a priori las aparta de toda tentación carrerista en las ternas.
Esta modificación en el organigrama vaticano lleva consigo una interpelación directa a todos los engranajes eclesiales más allá de Roma. Por un lado, implica un examen de conciencia de los nuncios de todo el planeta, para que analicen de forma objetiva a cuántas mujeres consultan a la hora de realizar los informes de los candidatos episcopales.
Por otro lado, supone un toque de atención para los obispos, a quienes corresponde analizar dónde se encuentran ellas, tanto en el organigrama diocesano como en los demás espacios comunitarios, qué funciones les son asignadas y qué altavoz tienen.
No estaría de más, por ejemplo, que se revisara cuántas formadoras se han incorporado a los seminarios, seis años después de que la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis estableciera como algo “esencial” la presencia de la “realidad femenina” en los diferentes centros de formación.
No hace falta elaborar una estadística exhaustiva para constatar, a ojo de buen cubero, que las mujeres continúan siendo más que una mayoría en la vida de la Iglesia, pero minoría en la toma de decisiones.
Reconocer su lugar
Apostar por la sinodalidad en la comunidad cristiana no puede reducirse a una cuestión de cuotas. Simplemente pasa por reconocer a la mujer como bautizada en plenitud y, desde ahí, reconocer su lugar, para que no sea considerada una ciudadana de segunda a la que se le aplaude por su servicio –en no pocas ocasiones, interpretado como servilismo–, pero a la que se teme dar voz y voto.
Entre otras cosas, porque impulsar su ministerialidad conlleva una amenaza directa al clericalismo, pese a la pobreza, uniformidad y demás pecados que ha acarreado una Iglesia ‘masculinizada’.
Caminar juntos de verdad exige participar en equidad, corresponsabilizarse de procesos y estructuras. Caminar juntos solo tiene sentido en una comunidad de discípulos y discípulas en igualdad. Caminar juntos requiere que ellas no lo hagan un paso por detrás.