El coronavirus está provocando una crisis socioeconómica con unas consecuencias que, todavía hoy, resulta complicado cuantificar. Basta con acercarse a las puertas de cualquier parroquia para constatar no solo la emergencia actual, sino el oscuro escenario para miles de familias.
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La Iglesia no es ajena a esta recesión. Los dos meses de confinamiento han traído consigo el cese de casi toda actividad. En España ha provocado un vacío en el cepillo parroquial de más de cuarenta millones de euros. Eso, sin contar con la visita a las catedrales y otros edificios de nuestro país –aún cerrados al turismo–, que supone una contribución al empleo de más de 225.000 puestos de trabajo de manera directa, indirecta e inducida.
Afortunadamente, las donaciones digitales se han disparado y se ha reforzado el compromiso de los católicos con el sostenimiento de la Iglesia y, sobre todo, la confianza a Cáritas y las demás entidades volcadas en ayudar a los más necesitados.
También son muchos los sacerdotes que están donando parte o la totalidad de su sueldo para hacer frente a esta coyuntura. Sin embargo, todo resulta insuficiente para paliar este parón provocado por el COVID-19. Por ejemplo, el Vaticano calcula hasta un 45% de ingresos menos este año.
Ajustar las cuentas
Es el tiempo de optimizar la gestión de los recursos. La Iglesia ha de someterse a las reglas del mercado laboral, lo que no significa entrar en el juego de la economía de mercado. Para que ajustar las cuentas no se convierta en un injustificable ajuste de cuentas en busca de superávit.
Para poder rendir cuentas a Dios sin dejar a nadie atrás. La Doctrina Social de la Iglesia debe ser la herramienta para discernir, con razón y corazón, la sostenibilidad de las obras apostólicas de diócesis, congregaciones y empresarios laicos.
La gestión de sus recursos se auditará con lupa desde la opinión pública, exigiéndole esa honestidad y transparencia de máximos cuando se tiene el Sermón de la Montaña como marco de actuación.
Apostar por los pobres
La Santa Sede ha puesto en marcha un plan de reajuste garantizando los puestos de trabajo y focalizándose en lo esencial: no abandonar a su suerte a los excluidos. Toca apretarse el cinturón en todo, menos en la caridad. En la entrega a los demás no cabe déficit.
Es la hora de apostar sin miedo por una Iglesia empobrecida, por los pobres y para los pobres, tal y como soñó Francisco al inicio de su pontificado. Es tiempo de ejecutarlo con ejemplaridad cristiana ante la amenaza creciente de un “sálvese quién pueda” de algunas potencias económicas. Porque ahí donde ya no están llegando unos y otros, a los últimos solo les queda la Iglesia. Y la Iglesia no puede fallar. Por fidelidad a su misión y al Evangelio.