ETA está dando los últimos coletazos de seis décadas de historia fundamentada en el terror, como manifiesta el comunicado del pasado 20 de abril y el previsible anuncio de su disolución. Tras una macabra trayectoria con 853 muertos a sus espaldas y miles de heridos en atentados, secuestros y demás acciones violentas, la banda lamenta “el daño causado” con una petición de perdón a quienes no tenían “una participación directa en el conflicto”. Un gesto a todas luces insuficiente, con coletilla tan selectiva como denigrante con respecto a quienes han sufrido en primera persona la barbarie.
Tras este anuncio, las reacciones se sucedieron, también en el seno de la Iglesia. Primero, el secretario general de la Conferencia Episcopal que instó a “un camino de reparación para que se pueda crear una sociedad reconciliada”. Posteriormente, una nota conjunta emitida por los obispos del País Vasco, Navarra y Bayona, mostraba una petición de perdón por las “complicidades, ambigüedades y omisiones que se han dado entre nosotros” .
- A FONDO: ¿Una Iglesia complice de ETA?
Un gesto valiente ante la opinión pública que ha dejado tras de sí más de una espina entre algunos cristianos vascos. Así lo ha podido constatar Vida Nueva que, al recabar su valoración sobre la acogida social a esta petición de perdón, se ha topado con resquemores ante el documento episcopal. Así, aun desde la buena voluntad que se respira en la nota, se habría gestado con premura, de forma reactiva y menos participación de lo deseable entre los actores involucrados.
Quienes se han desgastado por la reconciliación en el País Vasco, valoran que la nota aplauda a quienes “de forma heroica” han dado “lo mejor de sí mismos”. Sin embargo, temen que se pueda identificar a toda la Iglesia como “cómplice directa de ETA”. Y es que, más allá de la equidistancia, silencio y desprecio a las víctimas por parte de algunos eclesiásticos que nadie niega, católicos de a pie, curas y prelados como Uriarte, Sebastián y Blázquez, entre otros muchos, han abanderado actos de contrición y procesos de reconciliación en colegios, parroquias, foros civiles…
Con todo, se debe entonar tantas veces como sea necesario un ‘mea culpa’ inequívoco ante todas las víctimas y la sociedad. En el empeño de evitar que las heridas supuren, sino que cicatricen con justicia y misericordia, todo mensaje ha de formularse con una delicadeza fruto del discernimiento sosegado y la memoria comunitaria. La Iglesia está llamada a tener un papel indispensable en el día después del fin de ETA. Porque la victoria de la democracia no se alcanzará con su disolución, sino cuando la reconciliación social sea una realidad en las calles, plazas y templos. Y eso se juega en los matices.