Él ha detenido sus pasos en las periferias de Europa: Bulgaria y Macedonia del Norte. Una vez más, Francisco ha optado por abrazar a dos de las comunidades católicas más reducidas del planeta. Pero no por ello insignificantes. Y es que, si algo parece haber puesto de relieve el sucesor de Pedro en estos países, es cómo la pequeña semilla de fe de estas dos comunidades son signo no solo de fortaleza, sino de presencia comprometida con el pueblo al que pertenecen. Sirva como ejemplo precisamente la capital de Macedonia del Norte, Skopje, que vendría a ser lo más parecido a una Nazaret europea, cuna de la santa más reconocible del pasado siglo XX: Teresa de Calcuta.
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La religiosa se ha convertido en guía de esta etapa del viaje en tanto que entendió, como nadie, en palabras de Bergoglio, “el hambre de pan, hambre de fraternidad, hambre de Dios”. Ella fundamentó su vida sobre dos pilares, Jesús encarnado en la Eucaristía, y Jesús encarnado en los pobres. Este binomio, indispensable para una vida cristiana coherente, le ha servido al Papa para peregrinar por esta joven nación de apenas dos millones de habitantes, que es, además, referente en materia de acogida e integración a migrantes y refugiados desde hace poco más de tres años, y que muestra una convivencia pacífica y fructífera entre diferentes confesiones religiosas. No es de extrañar que, desde esta perspectiva de la Europa de los pueblos y de las gentes, y no de las finanzas, Francisco respaldara, además, las aspiraciones de esta ex república yugoslava de entrar en la Unión Europea.
Estos aspectos humanitarios fueron los que quiso poner de manifiesto también en tierras búlgaras, al ubicar como acto prioritario de su agenda la vista a un centro de refugiados en una antigua escuela en las periferias de Sofía. Desde allí lanzó un nuevo grito a la comunidad internacional para recordar que estos hombres, mujeres y niños que huyen de sus países a causa de la persecución y la guerra, no son otra cosa sino la “cruz de la humanidad”. También apeló a esta cita con la caridad al reivindicar el “ecumenismo del pobre” con Neofit, el patriarca de Bulgaria, priorizando como urgencia la de salir al encuentro de los olvidados, “en los que Él está presente”.
Así pues, la peregrinación de Francisco a Bulgaria y Macedonia no solo supone un aldabonazo para fortalecer la entrega a la misión y la comunión entre los cristianos de ambos países. También supone una llamada de atención para esa Europa de raíces cristianas cada vez más olvidadas, que sigue sin responder a los desafíos sociales que tiene por delante. La periferia, y quienes la habitan, son el nuevo centro, al menos de la Iglesia. Y Francisco lo sabe.