En Rumanía, 30º viaje apostólico del pontificado, Francisco ha tocado otra periferia europea para mandar recados varios al Viejo Continente. Con una población católica que no supera el 7%, la masiva participación de fieles en la beatificación de los obispos mártires del gulag en Blaj, ha visibilizado, por ejemplo, la vitalidad de una Iglesia que se sabe minoría creativa.
En todas sus paradas, el Papa ha echado mano del término “raíces” para recordarles a los rumanos que dar pasos hacia la modernidad y el desarrollo no pasa por sepultar el pasado, sino más bien lo contrario: caminar desde él. De ahí su reiterada llamada a un diálogo intergeneracional en el que los jóvenes acojan la sabiduría de los mayores, y quienes ostentan hoy el liderazgo político no se olviden del camino de sus predecesores para promover la convivencia, atentos a los errores del totalitarismo de ayer que hoy amenazan, de nuevo, con otros disfraces igualmente nocivos.
Porque permanecer arraigados a la fe y a la propia cultura local no implica caer en el tradicionalismo caduco, sino contar con unos referentes personales, familiares y sociales que protegen de los cantos de sirena del relativismo.
Este llamamiento del Papa a Rumanía se hace extensible a una Unión Europa que se ve amenazada por populismos y nacionalismos –en la mayoría de los casos van de la mano– que apelan al sentimentalismo del miedo, el prejuicio y el odio para levantar muros y ahogar todo proyecto común.
En este sentido, resultan especialmente significativas dos paradas del Papa. Por un lado, la visita al santuario de Sumuleu-Ciuc, en una región con aspiraciones autonomistas húngaras que el Papa contrarrestó con una invitación a promover la unidad en la diversidad, dentro de lo que vino a llamar “marea caótica” de la fraternidad. Por otro lado, la última posta con los gitanos rumanos. Francisco pidió perdón a la minoría romaní diseminada por todo el continente, igualmente despreciada en el Este de Europa que en España. “Os hemos maltratado”, entonó el Papa.
A unos y otros les invitaba a dejar atrás rencores y egoísmos para borrar todo signo de exclusión. Y a todos, a trabajar desde esas singularidades de cada pueblo para caminar juntos, un empeño sinodal que va más allá de una práctica eclesial para convertirse en una bandera para crear una comunidad europea en la que todos caben y cuentan. Así, el viaje a Rumanía se reivindica en sí mismo como laboratorio de las amenazas que acechan a toda Europa, pero, sobre todo, como escenario desde el que proyectar un diálogo y solidaridad necesarias para construir una fraternidad, tan delicada como necesaria, para tejer un futuro común basado en la cultura del encuentro.