El viaje relámpago de Francisco a Portugal para conmemorar el centenario de las apariciones marianas de Fátima ha culminado con la canonización de dos de los pastorcillos protagonistas de aquel acontecimiento, Jacinta y Francisco Marto.
En sus diferentes intervenciones, desde la alocución durante el rosario nocturno a las declaraciones en el avión de regreso a Roma, el Papa ha puesto en valor los hechos acaecidos a partir de aquel 13 de mayo de 1917. Sin embargo, ha evitado –y no de forma casual– recrearse en la visión apocalíptica o grandilocuente con la que se ha asociado en ocasiones a Fátima y que, de alguna manera, ha podido empañar la imagen del santuario.
Toda referencia implícita o explícita del Papa a los mensajes y visiones han tenido como objeto lanzar un mensaje de esperanza y de invitación a la acción, que rompa con cualquier tentación de quedarse ensimismado ante una imagen o un hecho extraordinario. Frente a ello, el Papa puja por una peregrinación interior que implique “una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía”.
Esta graduación de la mirada de la fe para comprender Fátima explica su empeño por presentar a María como madre que huye de todo protagonismo y espectáculo para ser intercesora que permita descubrir el rostro de ese Jesús que nunca se cansa de perdonar. Pero, sobre todo, para borrar la imagen de una Virgen inalcanzable, reflejo de un Dios justiciero o proveedora de “gracias baratas”.
Francisco ha querido despojar la experiencia mariana de toda parafernalia externa, apreciación supersticiosa, mercadeo de pseudomilagros, una espiritualidad de masas o un cúmulo de enigmas paranormales, sea en Lourdes o en Medjugorje. ¿Qué queda entonces? La esencia de una religiosidad popular que, si alguien conoce en profundidad, es Jorge Mario Bergoglio.
El Documento final de la Conferencia General del CELAM en Aparecida, de la que se cumplen diez años este mes, da muestras del empeño del entonces arzobispo de Buenos Aires para que la Iglesia reconozca y ponga en valor la piedad del pueblo como un espacio de encuentro con Jesucristo.
Pero, para que esto sea posible, los pastores han de valorar la riqueza de esta vivencia sencilla e inculturada como punto de partida para un acompañamiento que lleve a purificar esta devoción desde un mayor contacto con la Biblia, participación en los sacramentos y encuentro personal con Jesús de Nazaret.
Y para ello no hay más secretos que encaminar la piedad del pueblo hacia la vida en comunidad y la oración, esa de la que María es maestra.