La invasión rusa de Ucrania ha generado el mayor éxodo de Europa desde la II Guerra Mundial. Son ya más de dos millones de personas las que se han visto obligadas a abandonar su patria ante la guerra provocada por Vladímir Putin. Una huida desesperada ante la crueldad de los ataques a la población civil, maleta en mano. Esta agonía se acrecienta por los falsos corredores humanitarios con destino Rusia, que no dejan de ser una trampa, pues encaminan a quienes pretenden escapar a convertirse de alguna manera en rehenes en tierra extraña.
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El presidente ruso ha mostrado además, ante Ucrania y ante el mundo, una voracidad insaciable, que le ha llevado a bombardear la mayor central nuclear del continente, en una declaración manifiesta de hasta dónde es capaz de llegar para satisfacer sus deseos de conquista, sin importarle los crímenes de lesa humanidad que está generando en su obsesión mesiánica.
Esta provocación constante, que va más allá del hostigamiento al pueblo ucraniano, está poniendo a prueba los pilares del statu quo internacional por el que vela Occidente, que busca la manera de frenar la espiral de violencia y evitar un conflicto global. Así lo demuestran esa búsqueda hasta el agotamiento de vías diplomáticas, con el apoyo de los recursos que sean necesarios al Gobierno ucraniano para la legítima defensa de un país democrático hostigado, así como las medidas de presión económicas hasta la asfixia para frenar la financiación de esta guerra.
En medio del horror y la tragedia, esta crisis humanitaria también está poniendo de manifiesto la calidad y calidez humana de un continente que parecía haberse olvidado de sus raíces cristianas. La decisión de los líderes europeos de permitir la libre circulación de los refugiados ucranianos se une a la ingente marea de solidaridad de la ciudadanía, que se está volcando en la ayuda y en la acogida.
Una entrega sin límites
Toda la sociedad civil se une en una sola voz para clamar por la paz y la justicia, pero también para hacerla realidad con algo más que gestos que tienen un alcance mayor que el de cualquier misil de última generación. Frente a una amenaza sin precedentes, brota una entrega sin límites a través de donaciones, de tantos voluntarios que se están desplazando a las fronteras para salir al rescate de los que huyen, de personas que están abriendo sus casas a las familias exiliadas, de toda una Iglesia que reza y actúa para hacer vida esa oración por los perseguidos.
Una Iglesia que tiene la oportunidad de aterrizar, ahora más que nunca, y hacer realidad la encíclica ‘Fratelli tutti’, una apuesta por la esperanza de un Dios que sueña y cree en la fraternidad universal de sus hijos en medio de una noche realmente oscura.