Sin debate alguno ni consulta a quienes están en su día a día acompañando a enfermos, mayores, personas con discapacidad… Así se ha sacado adelante la ley de la eutanasia, que convierte a España en el séptimo país del mundo que legaliza el suicidio asistido.
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Las prisas con las que se ha aprobado esta reforma contrastan con la desidia que tanto el Gobierno como el Parlamento han mostrado frente a los cuidados paliativos. Ni un atisbo en el horizonte se plantea a la hora de desarrollar ni una norma, unas políticas o un presupuesto decente que permitan auxiliar a quienes sufren una dependencia severa.
La eutanasia se convierte así en una vía de solución exprés y barata a una cuestión extremadamente compleja y delicada. Porque se ofrece una única alternativa inmediata al sufrimiento de quienes carecen de recursos para sobrellevar un trance así, sea prolongado o no, presentando el no a la llamada ‘muerte digna’ como un mero encarnizamiento terapéutico insoportable.
Una derrota
La nueva ley de la eutanasia, lejos de ser la conquista de un derecho, se encumbra como una derrota en la defensa de la vida y una amenaza para la dignidad de los más vulnerables.