El viaje de Francisco a Chipre y Grecia está marcado por su regreso a Lesbos, casi seis años después de su visita a un campo de refugiados. Este hecho revela que, lejos de poner medios para afrontar este fenómeno global, se enquista y acrecienta. Las mafias de tráfico de personas siguen campando a sus anchas, los políticos populistas se ven fortalecidos en sus arengas que criminalizan al que viene de fuera y se multiplican las estratagemas para utilizar al extranjero como arma arrojadiza, tal y como se ha visto en Bielorrusia y Ceuta.
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La propia existencia de estos centros –más que de acogida, de detención–, habla de un nulo compromiso internacional, a la par que se amontonan los cadáveres en el Mediterráneo, que el Papa contempla como un “mar muerto”.
A juzgar por el eco mediático de la visita, al menos se ha logrado dar un aldabonazo en la conciencia colectiva a través de su alerta profética sobre “el naufragio de la civilización”. Ahora solo queda que este grito se traduzca en acciones. A la Unión Europea le compete ejercer una labor de mediadora, para analizar con cada país la capacidad de acogida de los migrantes, a la par que los gobiernos locales deben planificar una acogida regulada, con programas de integración y sensibilización que borren cualquier matiz xenófobo.
A la ciudadanía cabe exigirle madurez para no caer en la trampa de las proclamas del miedo y el rechazo. Y la Iglesia ha de asumir sin rodeos, por decreto evangélico –ese ‘fui forastero y me acogisteis’– que es una prioridad en su misión y no es un aderezo o una moda impuesta por un Papa migrante.
Grado de implicación
Más allá de perseverar en la oración por los exiliados a causa de la persecución, el hambre o la guerra, no estaría de más que la comunidad católica se preguntase en qué medida ha incrementado también sus recursos para paliar esta lacra. ¿Continúan siendo las delegaciones de Migraciones una ‘maría’ dentro del organigrama diocesano? ¿Se han creado programas específicos en las obras apostólicas o se han iniciado nuevos en las congregaciones para acompañar de forma específica a los refugiados? ¿He acogido en mi convento, en mi parroquia o en mi casa a algún migrante?
¿Me he hecho amigo o, al menos, me he acercado o saludado a algún extranjero en situación de ilegalidad para rescatarle de su abismo? ¿He participado en alguna concentración, marcha o iniciativa para defender los derechos de los extranjeros? El grado de implicación en estas respuestas sirve de termómetro para calibrar si Francisco sigue gritando solo desde Lesbos en un océano de indiferencia o si su rapapolvo se convierte en acicate para revitalizar la misión de la Iglesia en esta vieja Europa, que necesita de la vida y la fe de esos migrantes ante los que se sigue levantando muros.