Editorial

Hermanos a fuego lento

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Francisco es el primer papa que ha viajado Bahréin, un pequeño reino insular asiático, pero lo suficientemente significativo como para ser visto como un oasis de cierta libertad en el Golfo Pérsico. Tal vez, por eso ha organizado el foro Oriente y Occidente por la Convivencia Humana. El respaldo papal a esta cumbre se enmarca dentro de su apuesta por forjar una alianza de religiones capaz de configurar la llamada “fraternidad universal”.



Sin embargo, hay quien considera en el orbe católico que esta apuesta es tan utópica como prescindible. Incluso, llegan a tacharla de sincretista, cuando no de claudicación. Quienes caen en esta perspectiva simplista, lo hacen desde la inseguridad de su propia identidad, pero, sobre todo, ajenos a que las confesiones se juegan la fidelidad a su razón de ser en esta encomienda compartida. Máxime en un complejo contexto universal, en el que populistas y extremistas se sirven de cualquier credo para justificar la guerra y en el que se llega a ver el hecho religioso como una rémora para el progreso.

Por todo ello, defender a una sola voz que Dios es paz, vida y dignidad se torna una misión inherente a todo hombre y mujer de fe. De ahí, el pleno convencimiento del Papa al abanderar esta ‘cruzada’ que concibe la religión, no como problema, sino como principal vía de solución y el eje contra toda violencia y la concepción mercantilista del ser humano que impone el neocapitalismo.

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Bajo estas premisas, la mano tendida de Francisco no es ni mucho menos ingenua. Así lo ha puesto de manifiesto en sus discursos en Bahréin, donde ha llegado a ejercer de auditor tanto para el islam como para el cristianismo. Al mundo musulmán moderado le ha instado a ir más allá de sumarse a estos postulados: “No basta decir que una religión es pacífica, es necesario condenar a quienes abusan de su nombre”. A los ortodoxos, protestantes y a los propios católicos les ha llamado a fortalecer la unidad desde la diferencia “sin considerar los obstáculos insalvables”.

Inversión a largo plazo

Estos encargos directos hacen que –como el propio Pontífice ha reconocido a lo largo de su peregrinación– su apuesta no pueda ser menospreciada como una quimera: “Esto nos pide el Señor, no que soñemos con un mundo irénicamente animado por la fraternidad, sino que nos comprometamos en primera persona, empezando por vivir concreta y valientemente”.

A la vista está, una vez más, la visión profética de un pontífice que, lejos de aspirar a una siembra que coseche réditos inmediatos, aboga por una inversión a largo plazo. Inversión que pasa por una conversión integral que lleve a considerar al otro no como enemigo o simple vecino, sino como hermano. Y eso no se logra en dos días. Se amasa y cocina a fuego lento.

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