Ser misionero es una vocación de riesgo, como lo es toda aquella que se toma en serio la radicalidad del seguimiento a Cristo. Lamentablemente, solo se pone de manifiesto ante la esfera pública cuando se da la fatídica circunstancia del asesinato, en menos de 48 horas, de dos religiosos españoles destinados en África.
Los fallecimientos de Inés Nieves Sánchez en República Centroafricana y de Fernando Fernández en Burkina Faso muestran que no solo la guerra, el terrorismo o las epidemias matan. La situación crítica cotidiana que sufre gran parte del continente negro hace que el valor de la vida del otro quede en un segundo plano en la lucha desesperada por la supervivencia. De ahí que la muerte de ambos religiosos no sea una mera invitación para reconocer la impagable entrega de los otros 12.000 misioneros españoles. Su muerte se convierte en un golpe a nuestras conciencias ante la falta de compromiso de Occidente para permitir que África respire con dignidad. La Iglesia, a pesar de sufrir en primera persona los letales efectos de este abandono, nunca dejará de estar en primera línea. Por desgracia, los poderes políticos y económicos no pueden decir lo mismo.