Editorial

La acogida a las víctimas que falta

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Con la cumbre de presidentes de conferencias episcopales convocada por el Papa a la vuelta de la esquina, Vida Nueva ha sentado a la misma mesa a las víctimas más “mediáticas” de los abusos sexuales en España con un sacerdote especializado en acompañamiento. Por primera vez, estos supervivientes recibían el abrazo de un consagrado, un gesto que delata las lagunas a la hora de acoger su dolor.



Crear la primera asociación de víctimas de la Iglesia y saltar a la palestra de la opinión pública ha sido para ellos la ruta para transitar, después de sentirse ninguneados tras denunciar su caso ante las ventanillas eclesiales. En un primer momento, utilizaron la vía de la discreción y el diálogo a puerta cerrada. Sin embargo, con excepción de algún samaritano secundario, su confianza se vio traicionada por quienes creían que debían haberles protegido, defendido y sanado.

Por eso ahora han dado el salto como activistas “incómodos” –con el correspondiente estigma eclesial que conlleva–, y solo les vale la luz y los taquígrafos para alcanzar sus reivindicaciones: que la Iglesia española asuma toda responsabilidad por el daño causado, a través de una comisión y una auditoría independientes, colaboración activa con la Justicia, las correspondientes compensaciones… Quizá, si se hubiese actuado con el Evangelio en la mano, no hubiesen tenido necesidad de buscar el calor mediático, tan efectivo por un lado como nocivo por otro.

Transparencia y reparación: demandas más que elocuentes que coinciden con las premisa del Papa y que se convierten en un grito hacia toda la comunidad cristiana, puesto que, a las secuelas permanentes de la agresión sexual, se suma el golpe asestado por una Iglesia que ha sentado a estas víctimas en el banquillo de las sospechosas intenciones por el mero hecho de hacer público su caso ante la falta de diligencia interna. En algunos casos y a puerta cerrada, tachándoles de enemigos con más hostilidad que hacia el abusador.

Y sí, aun cuando el único objetivo de algún grupo de comunicación o bufete de abogados interesado fuera ‘desplumar’ a la Iglesia a costa de las víctimas, los supervivientes estarían en su perfecto derecho: basta con mirar a los ojos y empatizar con su relato para palpar las llagas abiertas, sentir la mochila pesada que portan. Indemnizar a las víctimas es la mínima compensación ante un daño vital irreparable. Más vale hipotecarse por las ovejas heridas que endeudarse con el Señor de la vida por omisión de socorro.

Pero, antes que todo eso, urge un sencillo ejercicio que todavía no se ha dado: escuchar sin juzgar al vejado y ofrecer ese abrazo que, hoy por hoy, es el desagravio pendiente más básico que adeuda, en general, la Iglesia española.

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