La escuela concertada se ha echado a la calle. Aunque desde principios de este curso escolar habían puesto el grito en el cielo por la reforma educativa promovida por el Gobierno de coalición, el domingo 22 de noviembre se visibilizó esta protesta como pocas veces antes a través de una única plataforma que ha aglutinado a patronal, familia y sindicatos de muy diversas sensibilidades.
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Con el lema Más libres, el color naranja como referente y una caravana festiva de vehículos, se exteriorizaba el miedo a que el proyecto de Ley Orgánica de modificación de la LOE (LOMLOE) vacíe poco a poco las aulas de estos colegios, bajo el pretexto de un reparto más equitativo con la escuela pública para acabar con una supuesta segregación y un imaginario elitista. Una etiqueta desfasada, propia de quienes no han pisado nunca una escuela católica, espacio de oportunidades para miles de niños y jóvenes.
Lamentablemente, no es esta la única laguna de una norma que arrincona a la asignatura de Religión, amenaza la pervivencia de los centros de educación especial, elimina el español como lengua vehicular o rebaja la cultura del esfuerzo al dejar la repetición de curso como algo residual.
El mayor problema es otro desde hace tiempo. La Ley Celaá, como las otras ocho normas educativas de estos cuarenta años de democracia, exhibe una ausencia de consenso, de falta de escucha a quienes se entregan a pie de aula, con unos planes de estudios elaborados en despachos ajenos a la realidad y que se mantienen lo que dura el Gobierno de turno.
Vaivenes partidistas
En este caso, por ejemplo, ha sido aprobada en el Pleno del Congreso con tan solo un voto más de los necesarios. Quien paga esta falta de voluntad política de unos y otros en este tiempo es la propia ciudadanía, no son otros que los estudiantes y los maestros, que ven cómo estos vaivenes partidistas provocan que España siempre esté en el furgón de cola de los célebres informes PISA.
De ahí que ahora más que nunca sea necesario apostar por el Pacto Educativo Global de Francisco, como un sueño complejo, pero no imposible. La Iglesia, además de visibilizar su legítimo enfado, está llamada a utilizar todos los medios que estén en su mano para rebajar tensiones en un ambiente de por sí polarizado y rebuscar un diálogo perdido, aun cuando el de enfrente se resista.
La Ley Celaá está ya camino del Senado, donde es posible introducir enmiendas y poner en marcha otro período de negociación. Se abre, así, un tiempo de descuento para que la escuela cristiana reivindique su derecho de servir al bien común en igualdad de condiciones, sin que sus argumentos sean capitalizados por otros, y siendo garante hasta el último minuto su buena educación.