El Consejo de Cardenales estudia la posibilidad de que, a la hora de elaborar las ternas de los candidatos a obispos, se cuente con la voz de laicos y religiosos.
El Código de Derecho Canónico ya contempla que el legado pontificio proponga una terna, previa investigación de la idoneidad de candidatos, donde no solo se pregunte a los obispos de la zona, al presidente de la Conferencia Episcopal y, además, a algunas personas de relevancia de la diócesis, incluidos laicos “que destaquen por su sabiduría”. La intención del Vaticano es que esta consulta a religiosos y laicos sea obligatoria, para afinar aún más la elección.
No se está hablando de una fórmula asamblearia, y menos aún de un proceso de primarias que tantos quebraderos de cabeza está generando en los partidos políticos, tanto a la hora de elegir candidato como en su repercusión posterior en la urnas. Simplemente, se trata de estar a la escucha del Pueblo de Dios, ese al que el obispo está llamado a servir y con el que ha de caminar a su mismo paso, el que Cristo marque.
A la vista está que la Iglesia no es un partido ni un sindicato, pero tampoco es una empresa: no se busca un CEO que incremente los beneficios de una multinacional, ni en términos económicos ni vocacionales. La tarea del obispo se torna aún más complicada, por lo que limitarlo a un proceso de selección de personal pasaría por desdibujar su misión como testigo del Resucitado.
Sin embargo, los signos de los tiempos exigen hombres formados, que también sepan entender el liderazgo cooperativo y la gestión de recursos, pero, sobre todo, afrontar estos desafíos junto a una comunidad que le acompañe y se sienta acompañada en todas estas tareas, que sin ser centrales en el anuncio del Evangelio, hoy por hoy, no se pueden ignorar ni desdeñar.
Ya en 2014 Francisco estableció el perfil del pastor para el siglo XXI. Presentó a hombres que calificó de “kerigmáticos”, esto es, que aun siendo “custodios de la doctrina”, no utilicen este cometido “para medir cuánto vive distante el mundo de la verdad”, sino para fascinar al otro “con la oferta de libertad que da el Evangelio”. Insistió en su capacidad de diálogo, paciencia, humildad y confianza, alejada de toda apología; y en su vida de oración, además de su misericordia y austeridad.
Claro que nadie nace obispo ni con un cayado en la mano. De la misma manera, ostentar el anillo, el pectoral, el báculo y la mitra no dan vía libre ni justifican todo, sobre todo en una sociedad donde las insiginias episcopales apenas tienen sentido ni influencia.
A ser obispo se aprende y, sí, se pueden minimizar los riesgos de quienes están llamados a serlo agudizando la escucha del Espíritu a través de laicos y religiosos, para juntos encontrar a aquel que viva por y para su rebaño, como el Buen Pastor.