Durante las congregaciones generales previas al cónclave en el que resultó elegido, Jorge Mario Bergoglio expuso abiertamente que “evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma”. “La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales”, apreció el que se convertiría en Francisco y que, con el respaldo de los cardenales, haría de esta reflexión el eje de su pontificado. Así se plantea en la exhortación ‘Evangelii gaudium’ y lo ha desarrollado en documentos posteriores como ‘Amoris laetitia’, ‘Christus vivit’, ‘Laudato si’’ o ‘Fratelli Tutti’.
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Tanto en estos textos, como en sus discursos o alocuciones, el Papa no se ha andado por las ramas y, además de ofrecer indicaciones generales, ha aterrizado y aterriza en cuestiones concretas para que su llamada a una conversión misionera y su invitación a construir la fraternidad universal desde la alegría del Evangelio no se quede en anhelos místicos. Con más o menos entusiasmo o convencimiento, las Iglesias locales están impregnándose de esa pastoral con ‘olor a oveja’, elaborando planes por doquier. Pero, ¿para quién? ¿Para los de dentro o para los de fuera?
Mientras el cristianismo crece en Asia, la increencia se ha apoderado de un Occidente que ignora tanto a Dios como a las instituciones. Sin embargo, la amplia y diversificada oferta de la Iglesia no parece que cuente con una coordinación en la acción, o quizá no tenga claro cómo llegar al que está en la otra orilla para seducirle.
Estas dudas son las que aborda el marketing religioso, una disciplina que, lejos de presentarse como un oráculo o la panacea, simplemente pretende ofrecer las herramientas de una disciplina del ámbito secular para aplicarlas a la evangelización, segmentando el mercado potencial al que anunciar la Buena Noticia para responder a sus necesidades. O en términos creyentes, a la manera del Buen Pastor, conocer a cada una de las ovejas de fuera del redil, para acercarse a ellas, conocerlas por su nombre y atraerlas en su particular desierto con el mensaje de la resurrección.
Ser hijos de Dios
La Iglesia hace mucho y bien. Pero, sin duda, puede hacerlo mejor, si es capaz de adoptar, tal y como invita el marketing religioso, el estilo de Jesús de Nazaret basado en el acompañamiento personal y en el encuentro de tú a tú en la oración y en el servicio. Sin querer vender humo, ni colocar un producto de forma proselitista ni poner precio a la salvación. Pero sí ofrecer, con orden y concierto, al ateo, al agnóstico, al alejado o al ‘rebotado’ la posibilidad de conocer o redescubrir la fe como un don, la ternura y la misericordia del Padre, el valor impagable y desconocido para ellos que supone el ser hijos de Dios.