Editorial

La fraternidad que falta

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España afronta la “desescalada” de la pandemia del coronavirus envuelta en una espiral de crispación creciente. Los vergonzantes insultos, desencuentros y maniobras protagonizados por líderes políticos de todo el arco parlamentario han dejado al descubierto su falta de madurez institucional.

Con el paulatino descenso de fallecidos y contagiados, parecen haber dejado a un lado la preocupación por la emergencia sanitaria y socioeconómica, para arrojarse encima los muertos y los parados dentro de un juego electoralista sin sentido. Hasta tal punto ha subido de tono esa violencia verbal que han llegado a utilizar, que ha encendido la mecha de una agitación social en las calles de nuestro país, sin ser conscientes de que su agresividad partidista irresponsable en nada ayuda a la contención de la expansión del virus.



Enredados en estas batallas poco edificantes, esta tensión generada provoca una fractura de la opinión pública, con un alto coste para la convivencia y la unidad del país. Por un lado, porque empuja hacia una polarización de las posturas, propiciando que la ciudadanía se decante hacia un bando. Pareciera que o eres de la cacerolada o del aplauso.

Una disyuntiva con la que aquellos que ejercen la soberanía nacional están provocando un efecto todavía más letal: la desafección y la decepción del pueblo. Un caldo de cultivo para dar alas a un populismo de todo signo y color, tan simplista como peligroso. La ciudadanía solo espera que sus representantes velen por la dignidad de todos y cada uno.

Los cristianos no viven, ni pueden vivir, ajenos a esta encrucijada, y también se ven tentados a situarse en esos mismos extremos, cayendo en ese peligroso juego y entrando así en la gresca. Sin embargo, al igual que sucediera en la Transición, su papel como fermento en la masa o en los puestos de liderazgo puede ser fundamental para mostrar una alternativa a los extremos, o lo que es lo mismo, ser puente que propicie la concordia, desde una colaboración crítica, que no tenga temor a la denuncia y la búsqueda de la verdad, pero sin promover el enfrentamiento.

Es la propuesta que hacen para Vida Nueva, entre otros, el vicepresidente de la Conferencia Episcopal: “Un país no se construye en el desencuentro. El desencuentro lleva a la ruina siempre. Un país se construye en el encuentro. El puente se pone en pie con las piedras de todos los colores”.

Superar la mayor crisis sanitaria, económica y social desde la Guerra Civil solo será posible con hombres y mujeres de Estado, que apuesten por el bien común por encima de las diferencias, por hombres y mujeres de Iglesia que vivan, lo mismo en su casa, en la calle, en el trabajo o en la parroquia, la fraternidad como pilar de la democracia.

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