La fragmentación y polarización del arco parlamentario que han dejado tras de sí las elecciones generales del 10 de noviembre acrecienta la grieta de la inestabilidad, a pesar del Gobierno de coalición anunciado por PSOE y Unidas Podemos. El acuerdo exprés, tras meses de inmovilismo, ha dejado en evidencia todavía más a una clase política que no ha sabido estar a la altura de su responsabilidad como servidores de la ciudadanía.
No va a resultar sencillo rebajar el clima de tensión, acrecentado por la promesa de un Ejecutivo “rotundamente progresista”, el castigo a las opciones centristas, el ascenso vertiginoso de la extrema derecha, la crisis catalana sin visos de resolverse y una recesión económica en el horizonte. En este contexto, la Iglesia puede verse tentada de dejarse atrapar en cuestionables refugios en los que, a priori, podría sentirse arropada ante posibles amenazas.
En esta encrucijada política, es tiempo de actuar desde la independencia que puede y debe permitirse, con una altura de miras que la lleve a posicionarse únicamente del lado de los últimos, en defensa de la vida y de la dignidad. La Iglesia no necesita de pactos, coaliciones ni abstenciones para servir y evangelizar.