La Iglesia inauguró el domingo 7 un acontecimiento importante. Una vez más, como a lo largo de su historia, se ha dispuesto a vivir una experiencia de oración, escucha y comunión afectiva y efectiva, esencia misma de la fe que brota del encuentro con Jesucristo. Porque urge rehacer el entramado fraterno de la sociedad humana, la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos –la Iglesia toda– se ha congregado en Roma para preguntarse cómo vive hoy su originaria vocación evangelizadora frente a los desafíos de una nueva época. Casi de forma paralela se ha puesto en marcha el Año de la fe y se han conmemorado los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, su marco ya insoslayable. ¿Acaso hay mejor modo de hacer memoria de aquel magno acontecimiento que abrió las puertas y ventanas de la Iglesia y tendió su mano al mundo que con una llamada a la conversión y una clara expresión de la colegialidad, la participación de los obispos junto al Papa en el gobierno de la Iglesia?
Y es que, para la nueva evangelización, el gran programa pastoral del Vaticano II –genial intuición de Juan XXIII–, el legado de los padres conciliares “no pierde su valor ni su esplendor (…) y puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia”, ha dicho Benedicto XVI. Así lo han indicado también los aportes de los episcopados de los cinco continentes que dieron origen al Instrumentum laboris.
En ese texto, que ha sido para muchos la reflexión más completa hecha por un documento vaticano sobre la nueva evangelización, no ha escondido que el desafío que comporta no solo está referido a las enormes transformaciones en el mundo y en la cultura, sino que toca también de lleno a la Iglesia, a sus comunidades, a sus acciones y a su identidad.
El discernimiento ha sido, entonces, el instrumento imprescindible, el estímulo necesario para afrontar con coraje y con mayor responsabilidad la situación actual; y esa es la perspectiva, la plataforma escogida por el trabajo, aquilatando así la magnitud del acontecimiento. Porque el Sínodo no empieza ni terminará en Roma; involucra e interpela a todos en la Iglesia.
Ayudados por la enseñanza conciliar, la Evangelii nuntiandi y el magisterio de Juan Pablo II, se trata de interrogarnos, de sentirnos interpelados por transformaciones sociales y culturales que están modificando profundamente la percepción que el hombre tiene de sí mismo y del mundo, generando repercusiones también sobre su modo de creer en Dios.
Se trata de mirar a la persona y al mensaje de Jesús, que llevan al hombre a una experiencia de conversión. Él acogió a todos sin discriminaciones. La Iglesia no está cerrada en sí misma y adquiere todo su significado cuando se transforma en testimonio y acción evangelizadora. Tocará al intercambio y a la reflexión sinodal hurgar de qué modo esas realidades están presentes y nutren hoy la vida de las comunidades. E indagar, también, por qué no pocas veces esos testimonios no logran comunicar hoy su calidad evangélica a los hombres de nuestro tiempo.
Desentrañar esas dificultades, descubrir las razones profundas de los límites con los que tropiezan instituciones y estructuras eclesiales para dotar de credibilidad a las propias acciones y al propio testimonio, servirá para mostrar el alcance de la revisión que se propone. Desde sus orígenes, la Iglesia ha caminado con la experiencia del pecado de sus miembros. Necesita siempre ser evangelizada.
¡Y cómo no subrayar entonces la magnitud y honda significación espiritual que adquiere la Asamblea sinodal! La transmisión de la fe, el encuentro personal con Jesús no es una empresa individualista, sino un evento comunitario. No se trata entonces de una búsqueda de estrategias eficaces, sino de un cuestionamiento de la Iglesia sobre sí misma.
Esto pone a pensar a toda la Iglesia. Los temas que se llevaron al encuentro sinodal han pedido que se verifique “si las infecundidades de la evangelización, en particular de la catequesis, son un problema sobre todo eclesiológico y espiritual”.
Las demandas y las expectativas se correspondieron con el tono de preocupación recogido en las diferentes realidades eclesiales del planeta, incluso en aquellas que reconocen signos de esperanza y don del Espíritu en comunidades, grupos religiosos, movimientos, instituciones teológicas y culturales que demuestran cómo es realmente posible vivir hoy la fe cristiana y anunciarla. Con matices, sin embargo, prevalece la impresión de que muchas comunidades cristianas no han percibido aún plenamente la magnitud del desafío y la entidad de la crisis provocadas por el clima cultural imperante también dentro de la Iglesia.
De raigambre conciliar, el programa pastoral que supone la nueva evangelización tiene resonancias particulares para Europa, que, sin embargo, no debe ser el centro de atención sinodal. También para Iberoamérica. Hace cinco años, en el brasileño Santuario de Aparecida, la Iglesia de América Latina y El Caribe puso en marcha una evangelización radicalmente misionera y, hoy, a la luz del texto sobre el que trabajará el Sínodo, se apresta a intercambiar sus reflexiones y compartir sus dones y los acentos propios de su vida pastoral, como la opción preferencial por los pobres o la piedad popular.
Estimulada por el espíritu de intercambio fraternal, de búsqueda compartida y renovación que abre el Sínodo, Vida Nueva, en sus diversas ediciones, dentro del proyecto global, estará atenta para informar sobre este gran acontecimiento eclesial y ofrecerá el material necesario para que los lectores tengan la adecuada información. VNE