La autoproclamación de Juan Guaidó como presidente de Venezuela ha propiciado la mayor crisis del régimen de Nicolás Maduro hasta la fecha, con la consiguiente represión propia de un dictador y una convulsión internacional sin precedentes ante el drama que sufre el país. En medio del caos, una certeza: la Iglesia venezolana es el pueblo venezolano. No solo se ha mostrado cercana a los ciudadanos, sino que se ha identificado plenamente con su sufrimiento y reivindicaciones.
Las intervenciones públicas tanto de los obispos como de la Santa Sede, alzando la voz y reafirmando la defensa de los derechos de los ciudadanos, se han correspondido con una entrega sin límites a pie de calle a cuantos están manifestándose por la democracia. Esas palabras son el aval de unos pastores que cuidan de su pueblo, defendiendo al débil, rechazando toda violencia y condenando los crímenes que se están llevando a cabo. Lamentablemente, la incertidumbre amenaza con aumentar la tensión y crear un escenario más complejo. Y es ahí donde la Iglesia no debe cejar en su empeño de ser una más entre los venezolanos. Hasta el martirio, si fuera necesario, por defender el Evangelio de la libertad.