Todos los obispos chilenos han puesto su cargo a disposición del Papa. Una decisión inédita ante la crisis abierta por el caso Barros tras los días de oración, reflexión y diálogo mantenidos en Roma, cara a cara, con Francisco. El encuentro sirvió para poner sobre la mesa las graves negligencias y hechos delictivos cometidos. El propio Papa se disculpó, una vez más, por su parte de responsabilidad en el problema.
La dimisión en pleno se presenta sin duda como un acto de constricción ejemplarizante, de reconocimiento de la culpa y de asunción de las consecuencias. Sin embargo, la Iglesia chilena no puede ni debe detenerse en autoflagelarse, sino ponerse manos a la obra para iniciar una urgente conversión con el fin de enmendar los errores, curar las heridas causadas a la comunión eclesial por el corporativismo clerical e iniciar un proceso de reconciliación social. Para ello, no servirá con un mero cambio de estructuras o de nombres, sino una profunda renovación del corazón. Para el resto de los Episcopados también se ofrece una inequívoca lección: la tolerancia cero contra los abusos sexuales no puede tener la más mínima grieta, porque los efectos de estos resquicios son letales.