Resulta más que inusual que la Santa Sede matice –o mejor, desmienta– vía comunicado a un Gobierno. Así ha sucedido después de que la vicepresidenta española Carmen Calvo tergiversara las palabras del encuentro con el secretario de Estado Pietro Parolin sobre la exhumación e inhumación de los restos de Franco.
La vicepresidenta llegó a Roma con veladas coacciones sobre los Acuerdos con el Estado, el IBI, las inmatriculaciones o los abusos sexuales. Monedas de cambio que no proceden en una relación entre Estados. Confundió la batalla política en el barro con la ‘finezza’ diplomática, las prisas de una promesa electoralista que ahoga al Ejecutivo con la siempre eficaz mediación de Secretaría de Estado. Pero, sobre todo, traicionó las normas básicas de confidencialidad y prudencia con una torpeza ausente de toda ética que enmaraña un problema que solo toca de forma colateral a la Iglesia y corresponde resolver el Gobierno con la familia desde un diálogo hoy inexistente.
Actuar a golpe de decretazo y amenazas, lejos de cerrar heridas y honrar la memoria de las víctimas, desentierra la crispación y el enfrentamiento. ¿La prueba? La profanación de la tumba tres días después de la audiencia.