Aunque los recientes nombramientos, tanto en Roma como en los episcopados, visibilizan una apuesta por el liderazgo femenino, la realidad se impone para evidenciar que son movimientos –como poco– tímidos e insuficientes. Según un informe de Vida Nueva, entre otros datos reveladores, solo el 17,78% de las delegaciones episcopales están lideradas por mujeres.
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Desigualdad es discriminación
Esta desigualdad se vuelve discriminatoria al constatar que ellas son mayoría en la Iglesia, y abrumadora mayoría en el servicio. Así, a la hora de tomar decisiones, no hay un techo de cristal, sino un muro inquebrantable que denota desconfianza y miedo, incluso –por qué no decirlo– una misoginia latente. De poco parece servir la ejemplaridad y profetismo puestos de manifiesto por tantas emprendedoras que han abanderado y abanderan congregaciones religiosas y realidades eclesiales.
Fijar cuotas de igualdad per se, sin una conciencia firme de complementariedad, puede que no tenga sentido y hasta sea visto como un golpe a la meritocracia. Pero encomendarse a la autorregulación suena a utopía cuando algunos, hasta ahora, ni siquiera se han parado a calcular el ínfimo porcentaje femenino de su curia.