Los dos recientes atentados perpetrados por el Estado Islámico en Cataluña han propiciado las más variadas reflexiones sobre las causas, efectos y evolución del yihadismo, desde perspectivas que nacen de los prejuicios, el miedo o la intolerancia a reflexiones que, sin aminorar la gravedad del problema, confían en dar cauce a esta realidad desde la diplomacia y la cultura del encuentro.
Una de estas propuestas con más recorrido, no exenta de algunas contradicciones y lagunas, es la que pone sobre la mesa la experta en religión comparada Karen Armstrong, que recogerá en unas semanas el Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales. En una de las pocas entrevistas que ha concedido en nuestro país, expone a Vida Nueva que el terrorismo actual “mezcla una religiosidad pervertida con un secularismo envilecido”.
Así, se destierra que haya una violencia inherente a cualquier creencia, sino una manipulación de la imagen de Dios a la medida del hombre para utilizarlo con fines injustificables. Desde ahí, se tumba la tesis de una guerra de religiones para explicar el complejo rompecabezas donde se entretejen los intereses económicos y políticos, con la fabricación y el comercio de armas como máximo exponente.
La religión no se contempla así como la causa del radicalismo y, por ende, de todos los males. Sin embargo, el hecho religioso sí resulta fundamental para hallar soluciones. Este planteamiento conlleva romper con la obsesión laicista de arrinconar a los credos de la vida pública, que en algunos casos, ha llevado, según Armstrong, a “convertir el culto a la nación en una nueva fe”.
Frente a esto, solo cabe una sana aplicación de la laicidad, entendida desde la separación fe y Estado, pero promoviendo la presencia activa de las religiones.
Esta mirada resulta provocadora y provocativa en un Occidente que no quiere ser consciente de la responsabilidad a la hora de poner freno al Estado Islámico, más allá de las intervenciones militares en Siria o Irak o de condenas de doble cara a regímenes autoritarios. Su compromiso pasa por una apuesta más cara y menos rentable: el desarrollo integral y la defensa de los derechos humanos en estas regiones en plena efervescencia.
Es ahí donde cabe reseñar una de las aportaciones más plausibles de la pensadora británica: la compasión como pilar de toda relación entre estados, sociedades, religiones y personas. Y, aunque a la premio Princesa de Asturias le cueste reconocerlo, esa compasión se traduce de forma inequívoca en la misericordia del Dios de Jesús, con la que Francisco busca contagiar desde su liderazgo global no solo a la comunidad cristiana, sino a todo aquel que se cruce en su camino.