La decisión de Ángel Hernández, detenido y puesto en libertad después de ayudar a su esposa María José Carrasco, enferma terminal, a tomar un fármaco que acabara con su vida, ha reabierto el debate sobre la eutanasia. Su conmovedora historia ha generado un sentimiento de empatía general ante el sufrimiento por la esclerosis múltiple que sufría y la espera de diez años por una plaza en una residencia que nunca llegó.
Sin embargo, aun con este dolor en primer plano, una muerte provocada nunca será la solución y sí la antesala para legalizar la cultura del descarte que una y otra vez denuncia Francisco. Las proclamas electoralistas a favor del suicidio asistido se presentan como una solución más fácil de vender y digerir que dotar de fondos la asistencia a enfermos crónicos y terminales. Una reivindicación que no se ciñe a un principio moral de la Iglesia, sino que es la principal pauta de acción marcada por la Organización Mundial de la Salud: apostar por los cuidados sociales y paliativos que permitan hacer ver a los enfermos y a sus familias que, frente a la muerte, se puede apostar por la vida. Eso sí, siempre y cuando se pueda garantizar su dignidad ante la adversidad.