Francisco ha realizado un viaje de dos días a Malta, un archipiélago de apenas medio millón de habitantes. Una vez más, la agenda del Papa pasa por elegir a los pequeños y periféricos, pero igualmente estratégicos, cuando el foco se pone en la verdad del Evangelio. Y es que, por su ubicación en el Mediterráneo, el país se ha convertido en centro de la presión migratoria africana y asiática.
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Es este hecho el que ha marcado cada una de las intervenciones del Pontífice, que no ha dudado en denunciar los “acuerdos turbios” europeos para intentar devolver ‘en caliente’ a los que llegan a sus costas.
Un abrazo sin condiciones
Con la crisis de los refugiados ucranianos de fondo, ha vuelto a recordar la necesidad de abrir las puertas a todos y de no caer en admisiones selectivas, con migrantes de primera y de segunda. Y lo hizo rememorando la acogida al náufrago san Pablo por parte de los malteses: “Ninguno conocía sus nombres, su procedencia o condición social. Dejaron sus ocupaciones porque no era tiempo para las discusiones, los análisis y los cálculos. Era el momento de prestar auxilio”. Un abrazo sin condiciones que solo nace hoy si, como Francisco, se considera al que viene de lejos “patrimonio de la humanidad”.