Cuando los focos mediáticos de la sospecha sobre los abusos sexuales en el seno de la Iglesia se dirigen a otros lares, la maquinaria para acabar con esta lacra no se frena. Así, en estrecho margen de días han trascendido dos iniciativas plausibles que son fruto de un trabajo callado en el marco de la “tolerancia cero” marcada por la Santa Sede y que comienza a asumirse con pleno convencimiento. Por un lado, la reunión entre el secretario general de la Conferencia Episcopal con el presidente de la Asociación Infancia Robada, que aglutina a las víctimas de la pederastia eclesial en nuestro país. Por otro, la decisión de los maristas de indemnizar económicamente a las víctimas de abusos, aun cuando no haya una orden judicial o haya prescrito el delito.
Nadie niega que queda mucho por hacer y que la Iglesia no está en condiciones de sacar pecho al respecto, y menos aún echarle en cara a la sociedad las cuentas pendientes con esta epidemia que permanece oculta. Sin embargo, estos pasos son algo más que brotes verdes: son signo de un cambio de registro amasado en lo cotidiano. Y, sobre todo, acicate para quienes todavía van a remolque e, incluso, a regañadientes.