La posibilidad de una Navidad sin guerra en Ucrania se desvanece. Aquella operación exprés que ejecutó en febrero el presidente ruso, Vladímir Putin, al invadir el país vecino, se está enquistando hasta tal punto que ni siquiera ha resultado viable un alto el fuego con motivo de estas fiestas.
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Lo mismo sucede en el otro medio centenar de conflictos abiertos en el mundo y que dejarán tras de sí en estos días otro reguero más de muerte y desolación. Con un añadido en esas otras guerras olvidadas: no contar con un mínimo eco en el alma de quienes sí reaccionarán por unos segundos ante un WhatsApp o unas imágenes que se cuelan por el televisor hablando de la hecatombe ucraniana.
Porque la guerra no es un cuento, mucho menos de Navidad, sino la crónica del martirio cotidiano de tantos pueblos que, a pesar del hostigamiento que padecen, continúan encontrando cada día un motivo para seguir adelante y no perder la esperanza.
Un techo para dar a luz
Esa capacidad para renacer en medio de la tragedia y el desánimo, encontrando luz en medio de tanta oscuridad, es lo que permite identificar a cualquiera de las ciudades o de las aldeas convertidas en ruinas con otra Belén. Ese rincón perdido de Judea es también hoy cada barrio y localidad que acoge a esos refugiados a los que no les ha quedado más remedio que escapar de la persecución para sobrevivir.
Porque el nacimiento de Jesús tampoco fue un relato de ficción, si bien corre el riesgo de ser adornado con el espumillón de una religiosidad edulcorada, cuando no anulado por unas fiestas que borran cualquier vestigio confesional. Lo cierto es que Cristo no escogió ni un tiempo ni un lugar idílicos para nacer. La opresión romana y el enfrentamiento entre los judíos bajo el liderazgo de Herodes no dibujaba precisamente un escenario de estabilidad. Ni mucho menos. La historia vital de Jesús comenzó en un contexto aciago para María y José, que tuvieron que huir con lo puesto, exiliarse y llegar a tierra extraña, y allí buscar un techo para dar a luz.
Así pues, el misterio de la encarnación habla de un Dios que se hizo hombre asumiendo todas las reglas del juego, sin querer saltarse a la torera el dolor, la debilidad o la vulnerabilidad, rasgos tan humanos que hablan de ese amor infinito por la dignidad de cada hombre y de cada mujer que llega hasta nuestros días. Ese es el Rey que no todos esperaban, pero sí es el Mesías que ya desde ese minuto cero se encarnó en las periferias de las periferias y fue adorado por los más pobres, que fueron su única corte y le coronaron como el Salvador.
Hoy como ayer, son los más sencillos y humildes de corazón los que siguen redescubriendo el rostro de aquel Niño en medio de los misiles y de los fusiles, de la destrucción y de la ausencia de los bienes más básicos. Y lo hacen padeciendo en primera persona los nefastos caprichos de esos señores de la guerra que continúan, como entonces, erigiéndose en auténticos dioses de cartón piedra, pero con el suficiente barniz como para imponerse a una comunidad internacional y a una ciudadanía que juegan a ser cómplices con su silencio, embebidos en los debates por la inflación de los precios y empachados de otras batallas políticas electoralistas.
Sueño irrenunciable
Así se fragua esa globalización de la indiferencia que en tantas ocasiones ha denunciado el papa Francisco y que parece haberse redoblado tras la pandemia. Esa desmemoria colectiva que amenaza con convertirse en un muro capaz de opacar la conciencia de una auténtica y posible fraternidad universal.
A pesar de esta nebulosa, la estrella que indica el camino hacia el portal se hace un hueco para seguir iluminando a otros tantos empeñados y convencidos
de que ese Emmanuel, Dios-con-nosotros, es el único que puede dar respuesta ante el horror que sepulta Kiev, Alepo o Saná. Es el Príncipe de la Paz, ese anhelo liberador por el que tanto clamaba aquel mundo de hace dos milenios y que, lamentablemente hoy, continúa siendo un grito, una asignatura pendiente, pero también un sueño irrenunciable, nunca una quimera o una utopía. Mucho menos, un cuento.