España ha superado la cifra de 4.000 menores migrantes no acompañados (MENA), entre aquellos que ha contabilizado la Fiscalía y los que vagan ajenos a cualquier registro. Un dato alarmante, teniendo en cuenta su grado de vulnerabilidad, no solo por el desarraigo que arrastran en una infancia y adolescencia inmerecida, sino por las heridas de un exilio marcado en muchos casos por la explotación sexual, la situación de marginalidad que sufren en su presente y que amenaza con hipotecar su futuro.
Este escenario se complica aún más cuando se acercan a los 18 años, ante las lagunas de las pruebas de determinación de edad y la imposibilidad de legalizar su situación, lo que les obliga a perpetuarse en la clandestinidad y a vivir al margen de la ley.
Esta invisibilidad viene propiciada por una clase política que pasa de puntillas ante un asunto con nula rentabilidad electoral y una sociedad que mira para otro lado ante una amenaza para su Estado del Bienestar. Prueba de ello, es la propuesta legal lanzada hace unos días por el Gobierno de Melilla, haciendo caso omiso de la Convención de Derechos del Niño. Mientras, la Policía captaba a 50 MENA que deambulaban por la ciudad. Sin documentación alguna. Sin un hogar. Sin una oportunidad para solicitar asilo o asistencia jurídica gratuita obligatoria.
Tan solo la Iglesia y algunas entidades civiles dan un paso al frente para denunciar este despropósito y acompañar a estos huérfanos de sus raíces, para garantizarles una seguridad y el acceso a una educación, a la asistencia sanitaria y promover, en la medida de lo posible, una reunificación familiar.
Claro que ha de haber un control de fronteras y una regulación de los flujos de personas. Pero nunca desde el miedo, con muros de contención. Establecer una política migratoria coherente pasa por reconocer la realidad y necesidad de las migraciones, poniendo en el centro a la persona y no los intereses económicos y partidistas. Lamentablemente, queda casi todo por hacer para salir al rescate de estos niños y adolescentes.
Si para Jesús de Nazaret no pasaron desapercibidos, tampoco la Iglesia puede hacerlo. Los MENA no han de ser una prioridad solo de las delegaciones de migraciones o de las entidades eclesiales específicamente centradas en ellos. Toda la comunidad debe ejercer de soporte para materializar ese acoger, proteger, promover e integrar, para que no se quede en un lema de pared. Más aún en este año de los jóvenes, con el Sínodo de fondo, donde su voz no solo debería ser tomada en cuenta, sino centrar parte del diálogo y las propuestas. Porque si los pobres nos evangelizan, los MENAS nos llevan a estar en la frontera, literalmente, todavía más.