La desescalada es una realidad. Los templos comienzan a abrir sus puertas con estrictas medidas de distanciamiento social e higiene que garanticen celebrar la eucaristía con fieles sin riesgo de contagio. La Conferencia Episcopal ha elaborado un protocolo para estas misas de transición con criterios comunes de actuación precisos, que las diócesis ya están adaptando a sus realidades locales.
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Estas medidas no son un asunto baladí para garantizar la seguridad de todos y, más aún, tras algunos intentos aislados durante la cuarentena de ir por libre, actos de cuestionable comunión. Aferrarse a una rendija normativa puede ser legal, pero no necesariamente lícito.
Los primeros días en los que se ha permitido salir para trabajar, pasear y practicar deporte han traído consigo gestos de irresponsabilidad hacia los demás: querer volver de la nada al todo, sin pensar en los demás e ignorando que el COVID-19 constituye todavía una amenaza real.
El cristiano –sea pastor, consagrado o laico– está llamado a un comportamiento evangélicamente ejemplar en este desconfinamiento pautado, tanto en la vida social como eclesial. Enarbolar como absoluto el derecho a la libertad religiosa cuando está en juego la defensa de la vida puede desembocar en un resultado letal.
Una Iglesia más sana
Esta reflexión se explicita en pequeñas decisiones: comulgar en la mano o en la boca, si se conciencia a los mayores para que sigan en casa o se precipita su asistencia, si se mantiene el templo abierto todo el día aun cuando no se puede garantizar una descontaminación permanente como se le exige a cualquier otro recinto… No son detalles menores, pues delatan prioridades vitales: dónde están el tesoro y el corazón de un pastor y su comunidad.
La vuelta a las misas exige un esfuerzo de inversión en geles, mascarillas, guantes, espacios… Cabe esperar que el mismo empeño se dé en la urgente reconversión pastoral, la reactivación de la comunidad más participativa y redoblar la caridad cuando se ya dispara la pobreza y flaquean los recursos.
Tras la fiesta contenida de esta primera comunión de la era coronavirus, puede suceder como con los chavales que culminan su catequesis de la iniciación cristiana y que tanto se cuestiona: que se convierta en una puesta de largo anecdótica sin más ecos a posteriori. Ojalá que también se profundice en la necesaria higiene interior que depure todo clericalismo.
Ojalá los signos de sinodalidad y madurez propiciados durante la cuarentena no se esfumen. Para que volver a las misas sea también un regreso a casa, a una nueva normalidad en la que prime una Iglesia más fraterna, más humana y más caritativa. Más sana.