Desde el 20 de noviembre y durante un mes, Qatar acoge el Mundial de Fútbol, que se ha convertido ya en el más caro de la historia, pues busca ser para el país una exhibición de músculo como motor de Oriente Medio. Sin embargo, el coste ha sido letal para los más de 7.000 trabajadores migrantes que han muerto para sacar adelante las colosales instalaciones, amén de otros miles de explotados durante las obras y toda vulneración de los derechos humanos a través de la grandiosidad de un espectáculo que congregara a más 5.000 millones de personas frente a las pantallas.
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Este maquillaje efectista y efectivo hace aflorar esa doble moral que lleva a dejar en el banquillo la dignidad de los más vulnerables mientras, supuestamente, conviven los loables valores que son inherentes a toda competición deportiva y que, en el caso del fútbol, hablan de espíritu de equipo, aceptación, superación, reconocimiento del otro…
Nadie niega el poder aglutinador del deporte rey para cualquier país en momentos de dificultad, su capacidad para convertirse en una válvula de escape ante la incertidumbre y la adrenalina que invita a soñar juntos. Sin embargo, esta legítima aportación no puede derivar en anestesia que lleve a ignorar el padecimiento de estos esclavos del siglo XXI. El disfrute de la mayoría no puede ser bajo ningún concepto la asfixia de unos pocos.
Lejos de mantenerse al margen, las plataformas sociales eclesiales llevan alzando la voz desde que se supo que el reino absolutista del Golfo Pérsico sería la sede. Pero los informes y las movilizaciones promovidas hasta hoy apenas han tenido eco y no han logrado frenar las agresiones y los abusos sufridos por los migrantes. Ni tan siquiera la mediación del Papa ante la FIFA, como promotora del evento, ha logrado un mínimo giro en defensa de estos hombres y mujeres oprimidos. En paralelo, la Iglesia que camina con el pueblo qatarí ha salido al rescate a ras de suelo, convirtiéndose prácticamente en la única red en la que pueden descansar los migrantes.
Altavoz de denuncia
Dado el tirón propio de un Mundial, lamentablemente, no cabe pensar en una protesta global a modo de apagón colectivo, aunque fuera por un minuto, como lamento simbólico ante este atropello al derecho a la vida y a la dignidad. La cruda realidad es que el seguimiento sería escaso, reflejo de una ciudadanía que se ha dejado encasillar como mera espectadora y consumidora.
Sin embargo, esto no puede frenar a la comunidad católica para ser altavoz de la denuncia de los oprimidos y, sobre todo, comprometerse con ellos con todos los medios que la cercanía y la lejanía permiten. Porque así también se pone el balón en juego a favor de la fraternidad universal.