El camino a Belén no está asfaltado. No hay mapa capaz de establecer un entramado de vías principales o secundarias para acceder al lugar recóndito en el que busca nacer Dios en este 2017. Se abren tantas posibilidades como personas hay que buscan ponerse al pie del pesebre. Las guirnaldas y el espumillón, lejos de dar pistas sobre la ruta que siguieron los magos y los pastores, se convierten en andamios que impiden divisar algo entre tanto ruido.
Lo cierto es que peregrinar hacia el portal nunca fue sencillo. Menos aún en aquella primera Navidad, la de la familia migrante que viajaba con lo puesto, a quien nadie le abría las puertas cuando quedaban horas para el parto que lo cambiaría todo.
Proponerse salir de uno mismo para encontrarse con el Recién Nacido nunca se revela como un viaje con meta previsible y ajena de obstáculos. El éxodo que conlleva todo adviento personal exige vencer toda comodidad propia de quien vive anestesiado por sus propias seguridades y enfrentarse a toda tentación de cargar la mochila de las dificultades con resignación sin pensar que todo puede cambiar. Emprender este cometido implica ruptura con los corsés interiores, pero a la vez requiere sanar heridas acumuladas por ese peso llevado sobre los hombros.
Exige dejar lastres a cada paso, ir ligero de equipaje para descubrir cómo adentrarse en la gruta donde se encuentra María acunando al Niño. Como apunta el relato que propone Vida Nueva para estas jornadas navideñas, “vivir es aprender a mirar, saber mirar es aprender a amar”.
En tiempos de declaraciones unilaterales y muros de incomprensión, la Navidad es una invitación un amor que se sabe universal, que no entiende de fronteras ni repliegues, sino de una identidad global: la de sentirse hijos y, por tanto, hermanos. Un Amor que nace entre un buey y una mula, en la pobreza del desahuciado, del enfermo, del refugiado, de la víctima de la trata, del abusado, de la mujer vejada, del anciano abandonado, del castigado por las adicciones… Del pobre entre los pobres.
Solo desde ese Amor de un Dios que acampa entre la miseria de la humanidad se pueden vencer las diferencias para contemplarlas como riqueza en la diversidad con alas de misericordia, perdón y reconciliación.
Para ello, hay que vencer la contaminación lumínica exterior e interior que deslumbra y ciega de tal manera que oculta la sencillez y la humildad de Aquel que nace en las periferias. Solo con un cielo despejado de todo egoísmo y superficialidad se puede vislumbrar la estrella que guía hacia el misterio de la encarnación. Dios hecho hombre que ilumina la oscuridad, que se hace hueco entre el ruido, entre nuestros andamios.