En un país donde la natalidad toca fondo y cuya esperanza de vida es una de las mayores del planeta, no resulta complicado encontrarse a un anciano. Cosa bien distinta es mirar para otro lado, como así sucede en una sociedad donde prima el culto a la juventud, la vida útil de todo y de todos. Tan solo cuando los jubilados irrumpen en las calles para reivindicar una subida de las pensiones, el foco mediático y político se fija en ellos por unos minutos. O cuando ellos se convierten en el único sostén para sus hijos y nietos ante la crisis financiera. Pero la memoria es cicatera y, toda vez que se han cubierto las necesidades básicas, esa generación que renunció a todo por sacar adelante a sus padres y que se ha desgastado por dar un futuro a sus hijos pasa a un tercer plano, con una mano delante y otra detrás sin tan siquiera un ‘gracias’. O más allá, como advierte el Papa, quedan descartados.
Confundir la fecundidad vital con la eficacia ha llevado a arrinconar a quienes dejan de ser productivos a la luz de unos criterios mercantilistas que excluyen del circuito social a todo aquel que deje de aportar al sistema en términos económicos. De un plumazo, se borra del mapa a quienes representan las raíces, la historia y la sabiduría de un pueblo. A la vista está cómo, salvo para los sectores vinculados a la salud, para el mundo publicitario dejan de ser un público objetivo al que dirigirse, en tanto que tampoco consumen. Una espiral del olvido que sepulta a quienes acumulan años, obviando que Dios se fijó en Abraham para que asumiera el mayor reto de su trayectoria en plena vejez.
Vida Nueva pone la mirada sobre nuestros mayores a través de un relato de Navidad que no habla de una situación de extrema necesidad, pero sí de un desahucio cotidiano, el de la debilidad producida por la falta de movilidad y la enfermedad, el abandono del entorno, la ruptura sigilosa de los vínculos familiares, la soledad de los viudos… Circunstancias que les arrinconan con excusas hasta invisibilizar su dignidad. Incluso la Iglesia corre el peligro de contagiarse de esta tendencia social de cubrir las necesidades físicas de sus abuelos y pasar de puntillas ante sus demandas afectivas y espirituales.
Si el Adviento es tiempo de acoger al que viene, tal vez haya que redescubrir que quizás esta Navidad el pesebre tenga forma de silla de ruedas, de bastón o de cama hospitalaria, y haya que frotarse los ojos para ver que Dios se hace ternura no solo en un niño sino también en el anciano. Un cambio de registro que solo se puede hacer con la actitud de los Magos de Oriente que refleja el Pliego: desde el don de la gratuidad. O lo que es lo mismo, entregarse a aquellos que peinan canas y que antes que nosotros ya lo han dado todo.