La Iglesia occidental atraviesa una fuerte secularización, aderezada por una crisis demográfica que determina su rostro envejecido y minoritario. Atrás han quedado, no solo la abundancia de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, sino también la presencia de laicos en los templos. En 1978, primera vez que el Centro de Investigaciones Sociológicas preguntó a los españoles por sus creencias, el 90,5% de los encuestados se declaraba católico.
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En el barómetro de este octubre, el porcentaje baja al 56%. De ellos, el 18,9% se define como practicante, y el 37,1%, no practicante. Entre quienes se confiesan creyentes, solo el 14,2% dicen ir a misa los domingos y un 4,8% varias veces a la semana.
Este escenario, no solo habla de un abandono de la fe, sino de cualquier apego a lo trascendente, de un arrinconamiento de Dios. Sin embargo, entre las rendijas de la interioridad, además de otro tipo de espiritualidades, se vislumbra a no pocos adultos que comienzan a interrogarse sobre el sentido de su vida y deciden dar un paso al frente para entrar en un templo e, incluso, recibir los sacramentos de la iniciación cristiana.
Entre ellos, se encuentran quienes vuelven para recuperar el poso creyente de la infancia. Otros regresan para dar una segunda oportunidad a la Iglesia después de huir defraudados. También los hay que, sin apenas contacto previo alguno, se acercan por primera vez al Evangelio.
En cualquier caso, no se trata de grandes masas ni aventuran un cambio de tendencia, pero resulta significativo que, en medio de tantos estímulos, ofertas e impactos de la sociedad de consumo para tapar vacíos, haya quien dé un salto para preguntarse por el sentido de su existencia. La Iglesia está llamada a ingeniárselas para salir al encuentro de quienes buscan respuestas, con el fin de conectar con sus inquietudes, pero también para despertar el runrún en el resto.
Hospital de campaña
La pastoral de los alejados se revelaría como una prioridad cuando hay más rebaño fuera del redil que dentro. Para ello, urge embarrarse en la realidad doliente de cada mujer y cada hombre que se acerca a la comunidad creyente porque busca consuelo y esperanza. Solo una Iglesia samaritana, hospital de campaña, que acoge y abraza, sin avasallar ni imponerse, sin sentimentalismo, ni proselitismo, ni provocando conversiones de caída de caballo; solo una Iglesia en salida, preparada para acompañar personalmente y para admitir ser acompañada podrá ser cauce para que el Espíritu Santo se manifieste.
De lo contrario, se convertirá en un obstáculo estructural que enturbie y hasta opaque el rostro de Jesús de Nazaret, que hoy como ayer se sigue manifestando como el Camino, la Verdad y la Vida de quienes anhelan la felicidad en plenitud.