La pandemia del coronavirus es ya la mayor tragedia humanitaria global después de las guerras mundiales del siglo XX, por sus efectos sanitarios, económicos y sociales. Pero también existenciales. Tanto el freno en seco de la actividad, provocado por el confinamiento, como la fragilidad humana de la propia enfermedad hacen que el ciudadano de a pie se cuestione sobre el sentido de su vida.
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De inmediato, surge la duda de si esta crisis generará una mayor espiritualidad o reforzará el nihilismo. Sin jugar a ser futurólogos, no es aventurado considerar que esta emergencia universal está removiendo el alma de las personas. Y es ahí donde la Iglesia debe estar atenta: no para ofrecer respuestas de manual a quienes se interrogan sobre su lugar en el mundo, sino para escuchar las necesidades del otro, acoger sus preocupaciones y acompañar desde su realidad, no desde un marco teórico pospandémico. No es momento de despistarse con un ingente plan pastoral de evangelización para el apocalipsis, aderezado por la tentación proselitista del reclutamiento en la debilidad afectiva que puede generar un daño irreparable.
En estas semanas de rebrotes, se pone en valor el papel de los rastreadores que buscan entre los contactos de los enfermos a posibles contagiados para advertirles y asesorarles. Ante el rebrote de interioridad que también vivimos, no estaría de más abrir los ojos y los oídos para rastrear quiénes viven en nuestro entorno algo desorientados porque han visto la muerte cara a cara, porque han experimentado la enfermedad en su propia piel, porque están padeciendo los efectos del paro o, simplemente, porque han quedado conmocionados por la hecatombe.
Discípulos misioneros
Porque, desde el momento en que alguien comienza a buscar y se remueve por dentro, ya está actuando la gracia. Por eso, es tiempo de activar espacios de escucha, así como escuelas de acompañantes para reforzar ese despertar y poder ofrecer la Iglesia como el hogar en el que cobijarse ante la intemperie existencial. Para lograrlo, urge estar atento a quien rebasa el dintel de la parroquia y salir al encuentro del otro, haciéndose el encontradizo o propiciando una conversación.
En definitiva, convencerse de la relevancia de ser discípulos misioneros entre la familia, el amigo, el vecino, el compañero de trabajo que se replantea qué rumbo tomar a partir de ahora. Se trata de una oportunidad única para mostrar el rostro misericordioso de un Dios que se manifiesta en ese runrún interior al que no son capaces de ponerle nombre. En la medida en que sepamos abrazar las inquietudes y heridas de quien se pregunta con humildad, será Jesús el que comenzará a dar respuestas para diagnosticar y tratar la pandemia del corazón.