La apostasía no es un fenómeno inédito, pero aflora y se visibiliza cada vez que la Iglesia salta a la palestra pública. En unos casos, por méritos propios, como los escándalos de abusos sexuales o las corruptelas económicas que, sin duda, generan desconcierto en los católicos y son una invitación para salir de casa a quienes, ya de por sí, no se sienten cómodos en su interior. En otros, fruto de campañas políticas con un trasfondo ideológico que aprovechan batallas partidistas, como la reforma legislativa del aborto en Argentina, para desdibujar los principios y argumentos evangélicos, caricaturizándolos con pinceladas de verosimilitud. Sea cual fuere el motivo, no se pueden descargar responsabilidades en un ente anticlerical determinado para consolarse porque un hijo o una hermana se marcha, renunciando a una heredad que no considera tan siquiera como tal.
La comunidad no puede pasar de largo como si nada ante los bautizados que se quieren “dar de baja” como cristianos. Es más, este signo de los tiempos puede y debe ser contemplado como una oportunidad pastoral, y como tal, debe abordarse con la misma diligencia y entusiasmo que cualquier otra tarea evangelizadora.
Porque cuando alguien toma la iniciativa de borrarse del mapa de los creyentes, lo hace movido por un sentimiento o un argumento de peso que necesita exponer o, cuanto menos, visibilizar. De lo contrario, si no fuera vital para él o ella, simplemente se dejaría llevar por esa apostasía silenciosa de la indiferencia que puebla la sociedad secularizada, aún más preocupante. Aquel que da un paso al frente para solicitar en el Obispado romper todo vínculo con la religión, lo hace con plena conciencia, sea desde un impulso afectivo, con sus heridas abiertas, o a partir de un profundo discernimiento racional.
Ante este escenario, la escucha y la acogida se presentan como las herramientas básicas para acometer un diálogo sincero, que pueda generar un primer deshielo de experiencias fallidas o tópicos anquilosados. Para lograrlo, se requiere destinar formación y recursos sin cicatería, ponerlo en manos de agentes de pastoral capacitados, sean consagrados o laicos, que sepan desenmarañar, desde la misericordia, ese rechazo que esconde en muchos de los casos, más que una negación de la fe, una repulsa a la institución.
La apostasía, sin duda, es una periferia por conquistar, en la que la Iglesia debe aprender a moverse, a hacerse la encontradiza, como lo hizo Jesús con aquellos dos hombres de Emaús que se sintieron traicionados por su Maestro. Solo desde la autenticidad de un corazón resucitado y abierto, que no juzga, se puede reconquistar otro corazón decepcionado.