No están siendo tiempos fáciles para Cataluña. El escenario que han dejado las elecciónes del 21 de diciembre lo certifica, visibilizando la ruptura social y la falta de voluntad de los políticos por rebajar la tensión, recuperar esa serenidad y salir del actual atolladero.
En este contexto, la encrucijada en la que se mueve la Iglesia catalana no es menos compleja. La visceralidad con la que se ha vivido el proceso soberanista catalán ha contagiado a unos y otros, dificultando la capacidad de mirar por encima de las hojas de ruta marcadas por la clase política con la amenaza real de romper la comunión entre el clero, la vida religiosa, los laicos y los pastores.
De ahí que, como adelanta Vida Nueva, la Santa Sede haya recomendado silencio y prudencia a los obispos, alejándose de todo enfoque ideológico y partidista, aun cuando pueda disfrazarse de aparente legitimidad o defensa de derechos y libertades fundamentales.
Por eso, no se equivoca el cardenal arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, al plantear como desafío primordial en este 2018 trabajar por la cohesión, paso ineludible para recuperar una confianza y un diálogo resquebrajados no solo en la Iglesia, sino a pie de calle.