España se está enfrentando a una de las mayores tragedias humanitarias de su historia reciente. El temporal que ha azotado en estos días la península ibérica ha dejado más de doscientos muertos y cerca de un centenar de desaparecidos, cebándose especialmente con la Comunidad Valenciana. Al luto nacional por los fallecidos, se suman los cuantiosos daños personales y materiales que ha provocado la riada en la periferia de la capital del Turia.
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Ante una catástrofe de tal magnitud, resulta inevitable que el ser humano busque culpables y exija que se depuren responsabilidades en el ámbito político. Lo cierto es que ni el Gobierno central ni el autonómico han estado a la altura requerida, aun cuando resulta complicado prever la magnitud de un desastre natural de este calibre.
Echando la vista atrás, es verdad que nunca se acometió un plan que estaba sobre la mesa para paliar el alto riesgo de inundaciones en la que ahora ha sido la zona más devastada por la DANA. A esto se une el que, en las horas anteriores a las lluvias torrenciales que arrasaron todo a su paso, no se activaron a tiempo las alertas ciudadanas para buscar a tiempo un refugio seguro, un aviso que podría haber evitado no pocas muertes. A ello cabe añadir que, a posteriori, el despliegue a gran escala de los servicios públicos de emergencia se demoró, no por falta de medios, sino por una errada gestión que no puso en marcha la entrada en acción del amplio contingente militar que se ha demostrado necesario movilizar de inmediato.
La desazón y enfado más que razonado provocada por una percepción real de abandono de la ciudadanía no justifica, sin embargo, el más mínimo atisbo de violencia. La ira que brotó durante la visita de los Reyes a Paiporta, donde hay al menos setenta fallecidos, no tiene cabida ni puede ser el cauce de la de la desesperación.
Oleada de solidaridad
Alimentar la crispación, bajo el argumento de que el Estado ha estado ausente en la zona cero de la DANA, es el caldo de cultivo para alimentar aún más la polarización existente y agrietar la confianza en la democracia. Dejarse enredar por tal discurso entierra esa “mejor política” que impulsa el papa Francisco en ‘Fratelli tutti’ y que abanderan los alcaldes y párrocos de los municipios afectados, que se han desgastado para salvar la vida de sus vecinos, para llorar con ellos, para sacarles adelante.
Ellos son el Estado, como también lo son los miles de voluntarios que diariamente han recorrido kilómetros a pie hasta las zonas afectadas para echar algo más que una mano. Una entrega liderada por los jóvenes, por la llamada ‘generación de cristal’, a la que se ha acusado a menudo de falta de compromiso y que, sin embargo, en la hora de la prueba, ha salido en masa al rescate de los damnificados. Esta oleada de solidaridad se ha extendido hasta el último rincón del país, hasta tal punto que ahora toca encauzar una generosidad desbordada.
Durante esta traumática semana, los valencianos han abanderado la expresión ‘el pueblo salva al pueblo’. Y en ese pueblo también se encuentra la Iglesia, que –con su arzobispo, sacerdotes, religiosos y laicos– se ha puesto las botas, ha cogido las palas y los cepillos para achicar agua, y se ha arremangado como uno más. Y no solo eso. Además, ha liderado unos centros logísticos referentes en la recogida y distribución de ayuda humanitaria.
Todos ellos son el Estado. En los próximos días, comenzarán a despejarse las calles de los coches apilados y de tantos muebles y recuerdos vitales que han sido arrasados por una gota fría letal. Sin embargo, se avecinan semanas y meses en los que el lodazal político amenaza con acrecentar la desafección y el desamparo. Es ahí donde la Iglesia está llamada a contribuir a rebajar tensiones y, a ejemplo precisamente de la Virgen de los Desamparados, acoger bajo su manto todo desánimo y tentación de enfrentamiento para transformarlo en templanza, concordia y unidad. Ahí es donde se ha de cimentar la imperante reconstrucción de la sociedad tras el caos sobrevenido con la riada.