La reforma del Pontificio Instituto Juan Pablo II aterriza en España por petición expresa de Francisco, que le ha encargado al cardenal Carlos Osoro que abra una nueva sede en Madrid. Resulta excepcional que un Papa intervenga de forma tan directa para frenar las irregularidades académicas y el poso ideológico de las antiguas sucursales de la entidad.
Nadie discute ni cuestiona el bien que hasta ahora ha generado el centro de formación para impulsar la pastoral familiar, pero eso no justifica mantener las anomalías. Resultaría alarmante pensar que el Instituto se estuviera utilizando como arma arrojadiza encubierta, esto es, como un aviso más de esa resistencia velada al Vaticano II que se teje en despachos episcopales, seminarios y aulas de nuestro país. Públicamente nadie ha dado un paso al frente contra Francisco, buscando disfrazar como discrepancias técnicas o jugando a confundir a los fieles lo que en realidad es una sigilosa ruptura de la comunión y un desafío a su autoridad apelando a un falso diálogo. Porque disparar, como se está haciendo, contra aquellos que ejecutan este encargo directo del Papa, en Roma o en España, es apuntar al sucesor de Pedro.