El 23 de abril se celebra el Día del Libro, coincidiendo con la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare, con el objetivo de promover la lectura, respaldar a la industria editorial y proteger la propiedad intelectual de los autores. En un contexto de pandemia, donde toda la actividad se ha visto limitada, esas mismas restricciones de movilidad podrían haber propiciado que se lea más que nunca.
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No solo ha aumentado el consumo de productos audiovisuales y el uso de las redes sociales digitales. La lectura alcanza récords históricos. En España el número de lectores habituales ha aumentado un 3%, con un promedio de siete horas y media a la semana.
Sin embargo, leer es mucho más que una actividad de ocio, incluso mucho más que un gesto de riqueza cultural. Un libro abre la mente y el corazón de quien lo tiene entre sus manos a una aventura que va mucho más allá del argumento que se propone, ya sea de una novela de ficción o de un ensayo.
Ponerse en manos de otro, ese ejercicio de confianza que se deposita en el autor, supone una apertura del interior del ser humano al prójimo, la semilla para dejar de contemplar la realidad desde un único punto de vista, para dejarse llevar por la mirada del que escribe. Este ejercicio personal de descentrarse se convierte, por tanto, en una apertura a trascender y, por qué no, a la trascendencia.
De ahí que la Iglesia no pueda olvidar su compromiso de promover la lectura entre los creyentes, como un ejercicio activo indispensable para enriquecerse intelectual y espiritualmente, para generar un cristianismo con capacidad crítica y, por tanto, proactiva y constructiva, sea por identificación o por contraste de aquello que se lee. De la misma manera, debe velar por todos aquellos que, siendo empresas editoras o escritores, buscan ser portadores de la Buena Noticia.
Llegar a los no creyentes
En unos casos, serán obras que recojan un anuncio explícito para un público creyente. Pero, sobre todo, en un tiempo de secularización salvaje, debe alentar a todos aquellos que, a través de la palabra escrita, son capaces de llegar a quienes nunca pisarán un templo. Como señala el sacerdote Jesús Sánchez Adalid en Vida Nueva, “entiendo mi misión como llevar luz al alma humana”.
En la reciente carta apostólica con motivo del VII centenario de la muerte de Dante, Francisco hacía precisamente un llamamiento a los artistas para que “comuniquen las verdades más profundas y se difundan, con los lenguajes propios del arte, mensajes de paz, libertad y fraternidad”. El Papa no les encarga a los escritores que suplan a los catequistas, sino que les encomienda la no menos complicada tarea de ser capaces de contagiar a través de sus obras los valores del Evangelio. Una responsabilidad que, sin duda, exige una relectura de la misión cultural eclesial.