Cada minuto que pasa, veinte personas en el planeta se ven obligadas a irse de sus hogares para buscar protección en otro lugar, dentro o fuera de su país. De esta manera, pasan a engrosar el terrible listado de 65,6 millones de refugiados del mundo.
Mientras, Europa mira de reojo como si se tratara de un problema ajeno que se puede limitar con medidas de contención. Dos años después del éxodo de Oriente Medio hacia el Mediterráneo y los Balcanes, la Unión Europea ha ignorado el acuerdo de acoger a 160.000 desplazados.
Solo en España, de las cerca de 18.000 personas que el Gobierno se comprometió a recibir, apenas han llegado 2.000. Es más, la propuesta lanzada por la Iglesia para poner en marcha corredores humanitarios sigue en vía muerta. Con buena acogida desde Moncloa, no cuenta con esa luz verde que sí han dado los Ejecutivos de Italia y Francia. Un respaldo que ha permitido comprobar cómo esta iniciativa de Sant’Egidio se revela como el cauce más adecuado para acompañarles con garantías de futuro.
Lamentablemente, los corredores suponen tan solo una tirita en la herida abierta por este drama que no se resolverá hasta que la comunidad internacional no se plantee una verdadera política estructural de integración que ofrezca soluciones de fondo y a largo plazo, frente a la tentación de levantar muros. Estas barreras físicas y burocráticas hacen cómplices de las mafias y de la muerte que acarrea este fenómeno a los países desarrollados y a cuantos los habitan.
Resulta insostenible continuar en una huida hacia adelante ignorando el exilio masivo de quienes huyen de la guerra, la persecución y el hambre. Continuarán escapando del horror tengan o no garantías de supervivencia.
Por eso no resulta baladí que el Papa recordara en el foro ‘(Re)pensar Europa’ celebrado estos días en el Vaticano la urgencia de convertir a la UE en una “comunidad inclusiva”, reivindicando al migrante como “un recurso más que un peso”.
“Ante el drama de los refugiados y de los desplazados –advierte Francisco-, no se puede olvidar el hecho de estar ante personas que no pueden ser elegidas y descartadas por el propio gusto”.
Para comprobarlo basta con detenerse en el rostro de alguno de ellos, como el del presidente del Episcopado burundés, Joachim Ntahondereye, que cuenta su calvario personal a Vida Nueva. Su testimonio invita a la Iglesia a que no se canse de defender la dignidad del desplazado, promover su integración desde vías legales, asumibles y con garantías, para hacer descubrir a los políticos y a la sociedad que aquel que viene de fuera es, sobre todo, un hermano con el que nosotros estamos en deuda, y no a la inversa.
A FONDO [SOLO SUSCRIPTORES]
- Joachim Ntahondereye, presidente de Muyinga y presidente de la Conferencia Episcopal de Burundi: “Como refugiado que fui, estoy en deuda con ellos”. Por José Luis Celada
- Sin corredor, por una reforma “estructural” de la acogida. Por Miguel Ángel Malavia
- Sin respuesta a los refugiados. Por M. Á. Malavia